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Columna
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Los derechos del sospechoso

José Bergamín, el gran ensayista de la generación del 27, confesaba que le había costado toda una vida llegar a ser un viejo verde. Yo tengo más de la mitad del trabajo hecho. Noto que con la edad hay algunas escenas, ritos, cuerpos, que ponen un poco de picante a la hora de condimentar los sabores de la vida. Causa algo de vergüenza, por ejemplo, admitir que me resultan divertidos los controles de seguridad que hay ahora en los aeropuertos.

No es que sea muy agradable que nos pongan en fila para pasar por el detector de metales. Pero las exigencias del servicio de seguridad tienen sus efectos carnales secundarios. Más que a las viajeras de juventud impertinente y belleza modélica, con las que uno se cruza en las fotos de las revistas y en las salas de los aeropuertos, me gusta mirar a las mujeres maduras. Sin perder el respeto, mirando de soslayo o desde la lejanía, observo su forma de desvestirse, de doblar la chaqueta en la bandeja, de quitarse el cinturón y los zapatos. Y después, pasados ya los controles, las espío con espíritu artístico mientras vuelven a apretarse el cinturón, se arreglan la cintura, se adecentan la falda o el pantalón y se sientan en una silla para calzarse los zapatos o las botas. Lo del espíritu artístico es porque las viajeras desconocidas recuerdan muchas veces a un cuadro de Hopper, como si estuviesen sentadas en el borde de una cama, negociando con su ropa, para comenzar o terminar unas horas de amor.

La sugerencia del pie descalzo afecta mucho más a mi intimidad que el desnudo electrónico de los escáner. No son habitaciones de hotel lo que recuerdan, sino consultas de hospital, salas frías a las que uno acude con miedo para asumir la inevitable degradación de los órganos vitales. Es un sentimiento que crece también de forma notable con la edad, pero tiene el significado contrario al de las pasiones de una vejez verde que simpatiza con cualquier lluvia de abril. Deprime mucho compartir una sala de espera de hospital, con señoras y señores muy arreglados, sabiendo que en cuanto se abra y se cierre la puerta, seremos sometidos, uno por uno, a las manipulaciones de las radiografías, las sondas intestinales y los tactos. Resultan necesarias, y se agradece una sanidad pública decente, pero...

El carácter frío de los escáneres, esa sensación de cuerpo mirado con ojos de máquina, sin la más mínima huella de deseo humano, me impide considerar sentimentalmente las nuevas medidas de seguridad que se proponen en los aeropuertos como un asalto a la intimidad. Creo que hay, desde luego, argumentos cívicos para protestar en este orden de reflexiones, pero yo no me veo agredido en mi intimidad, o por lo menos, no me siento tan agredido como cuando soporto en mi casa, gracias a la pantalla del televisor, algunas informaciones basura sobre otras personas. Más que en mi intimidad, los escáneres humillan mi imagen pública, el trato que recibo, porque compruebo que poco a poco voy dejando de ser un ciudadano para convertirme en un sospechoso. Estas radiografías no hablan de mis enfermedades, sino de las enfermedades de un sistema que renuncia a sus valores principales porque no está dispuesto o no puede hacer una meditación seria sobre la relación entre los derechos y la seguridad.

Me temo además que lo peor aún no ha llegado. Todo camina hacia una futura vigilancia particularizada, en la que se establezcan protocolos distintos para cada viajero según su raza, color, economía y país de procedencia. Si tienen en cuenta la edad, quizá haya un escáner para viejos verdes, y quizá los viejos verdes guardemos en la memoria de otro tiempo el sentido original de la palabra democracia. Viajaremos junto a nuestro abogado y pediremos que se nos lean nuestros derechos a la entrada de los aeropuertos.

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