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Columna
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Los dioses

Enemistarse con los dioses es algo que puede sucederle a cualquiera, y no sólo a los héroes de Esquilo. Mi tío Paco tenía en el salón de casa un Sagrado Corazón de Jesús con el cual las relaciones se le volvían tormentosas a veces: siempre que le negaba un premio en la lotería previamente solicitado a base de los correspondientes argumentos y dádivas, lo castigaba volviéndolo en su urna y poniéndolo cara a la pared. Práctica ésta habitual en la santería cubana, según me informa un amigo de por allí; cuando Changó o Yemayá o alguna de esas otras divinidades oscuras a las que representa un muñeco en lo alto de un aparador no cumple su parte del trato (consecución de un deseo, remedio de una enfermedad), el devoto deja de colocarle delante el pan y el agua del que diariamente se alimenta. Porque los dioses también comen. En Egipto y la antigua Grecia existían sacerdotes ocupados de la exclusiva tarea de introducir frutas, grano o vasos de agua entre las mandíbulas de madera o alabastro que ocupaban los altares, y no otro, el de alimentar a los dioses, es el origen primero de la ceremonia del sacrificio. Y no sólo comen: los dioses también se visten. Cambian de ropa dependiendo de la estación, como podemos ver por los conjuntos de primavera o verano con que se adornan el Niño Jesús de Praga y la Virgen del Rocío, y se complacen en determinados tocados y joyas que los hacen más atractivos. Por lo demás, los dioses también sufren. Se enfadan, se entristecen, se equivocan. Son seres de palo y sangre que viven junto a nosotros y nos ayudan a sobrellevar los rigores de nuestra mísera condición, de nuestra mortalidad. Hermanos en la ansiedad y en la decepción, hombros u oídos sobre los que apoyarnos cuando la realidad se revela demasiado cruda y nos fallan las fuerzas. Por eso no podemos soportar la idea de que algún día deban desaparecer: morir, arder o romperse.

Lo primero en lo que pensé al saber que un desquiciado se había liado a mamporros con el Jesús del Gran Poder de Sevilla hasta el extremo de amputarle un brazo, fue el fútbol. La misma tarde un equipo local había visto cómo se le desvanecía la posibilidad de ascender a primera división y los ánimos andaban calientes: si el presidente de dicho equipo llevaba regularmente a la plantilla a rezar al mismo dios con el fin de que les concediera fortuna en el combate, justo parecía que algún hincha desaforado hiciera el razonamiento inverso y le acusara ahora de haber causado su ruina. Pero no, nada trascendió de la filiación deportiva del profanador. Luego se supo que era funcionario, y también le encontré su lógica. Frustrado por su condición, harto de padecer la crisis y de pagar los desmanes del gobierno con un ofensivo cinco por ciento de su sueldo, pretendió tomarse la revancha con alguien que tuviera las riendas del destino en sus manos y que las conduce con tan lamentable sentido de la orientación. Por último el reo ha alegado, de modo bastante decepcionante, que atacó al Gran Poder porque él es Jesús (el reo, no el otro) y le indignan las efigies de madera. Dice que los dioses no son de madera, y eso es porque no se ha enterado de nada. Para consolar, compadecerse y prestar sostén los dioses han de estar compuestos forzosamente de materia corruptible: de algo orgánico que se cuartee y deteriore, a lo que afecten la inclemencia y los desperfectos. Los dioses que merecen la pena también se pudren y resquebrajan, también necesitan que los cuiden. Así que entiendo el espanto y la sensación de ultraje del Hermano Mayor y toda su parentela al ver mutilado al desvalido Gran Poder: y que quisieran arroparlo en su túnica y guardarlo en una cámara acorazada donde quedara a salvo del mundo, este lugar innoble que no perdona ni siquiera a los dioses.

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