El encaje roto
En uno de sus relatos, Emilia Pardo Bazán cuenta la historia de una mujer de clase acomodada que plantó a su novio en el altar, ante el asombro y el escándalo de todos los invitados. Durante años, los vecinos especularon sobre las verdaderas razones por las que Micaela había tomado esta sorprendente decisión.
Mucho tiempo después contó a una amiga los auténticos motivos de su fuga. Micaela estaba ilusionada con su boda y avanzaba por el pasillo central hacia el altar ataviada con el clásico vestido blanco y un largo encaje que había pertenecido a la familia del novio. En mitad de su recorrido, el velo se enganchó con algún saliente y ella tiró levemente de él. El viejo encaje se desgarró y en el momento en que ella recobraba la compostura advirtió la mirada airada del novio y sus labios contraídos. Sintió en su pecho, mucho más que si la hubiese pronunciado, la completa desaprobación del que iba a ser su marido. En ese momento, Micaela, comprendió la vida que le esperaba y decidió pronunciar un rotundo no que dejó petrificados a los invitados.
En un año infausto para la violencia de género me pregunto cuántos encajes rotos, cuántas miradas airadas, cuántas señales de advertencia se han acallado. Ante las edades de muchas de las víctimas, tan jóvenes para morir por la ira de los tiempos antiguos, me pregunto si les hemos dado el mapa de señales correcto. Ojalá la transmisión de las experiencias vitales fuese tan lineal como la de los conocimientos científicos y nadie tuviera que vivir en propia carne lo que hace siglos Emilia Pardo Bazán había detectado en un simple gesto. Así, si pudiésemos transferir nuestro mapa vital, las jóvenes estarían advertidas de las señales ante las que cambiar de rumbo: las miradas de desaprobación, la crítica constante y negativa, los vetos a familiares y amigos hasta conseguir el perfecto aislamiento de la víctima... Si pudiésemos transmitir el conocimiento vital, podríamos prescindir del calvario de las falsas esperanzas, de las justificaciones ante el primer bofetón real o simbólico, de ese tramposo papel de querer convertirnos en redentoras de una convivencia imposible.
Tras la aparente calma de muchas relaciones, anida la flor negra del rencor por la supremacía perdida, la incomodidad ante la igualdad de las mujeres, guardados en la trastienda de los encajes rotos y los sueños traicionados... Pero lo peor de todo, es que han rebrotado, bajo nuevas formas, viejas justificaciones para los peores crímenes. El desprecio a la ley de igualdad, el manoseado tema de las falsas denuncias falsas, han puesto su granito de arena para desanimar a las mujeres que querían escapar de su aciago destino renunciando al único instrumento legal para protegerlas. Pero los que sustentan este tipo de argumentos contrarios al avance de las mujeres no sólo no han sido derrotados sino que han obtenido, incluso, el triunfo de ver desaparecer el denostado Ministerio de Igualdad y decaer las necesarias reformas para conseguir la igualdad real en el trabajo.
En los debates sociales, quien se cansa y abandona, pierde el terreno ganado. No es casual que, por ejemplo, hayamos asistido a la formación de un Gobierno en Cataluña, que ha dejado en agua de borrajas las demandas de paridad en el uso del poder político, con la escuálida presencia de sólo tres mujeres de un total de 12 componentes. Aunque, su presidente ha obviado por completo el tema, el mensaje simbólico es de nuevo evidente: la seguridad y la eficiencia se representan bajo la imagen masculina del poder. Algo que ha parecido "natural" si se tiene en cuenta que desde que se declaró oficialmente esta tramposa crisis, se ha difundido una simbología social sin mujeres.
Demasiados encajes rotos, demasiados rostros contraídos ante el avance de las mujeres por el pasillo central de las instituciones. Demasiadas señales que nos alertan de posibles retrocesos si consiguen hacernos creer que la igualdad entre los seres humanos es sólo un lujo accesible para los tiempos de bonanza pero algo perfectamente prescindible para el futuro inmediato.
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