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Columna
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El espíritu del vino

Una de mis citas favoritas, que amigos y lectores ya se habrán resignado a oírme sin remedio, es aquella de William James, psicólogo, investigador del hecho religioso y hermano del James de la vuelta de tuerca, según la cual el hombre es una criatura que no soporta demasiada realidad. Suelo traerla a colación siempre que me toca hablar de literatura y de la necesaria adulteración con que la fantasía destiñe nuestras vidas: si no contara con el detective privado que cada noche le aguarda en el filo de la mesilla o la programación del televisor, el padre de familia hundido por la hipoteca encontraría la tarea de vivir notablemente más espinosa, y lo mismo cabe decir de la fregona que se entusiasma con las millonarias de los culebrones o el adolescente que sigue con la boca abierta el vuelo del superhéroe entre los rascacielos. Desde su origen, nuestra especie parece necesitar ese colchón, esos amortiguadores que le protejan de una realidad demasiado cruda, donde las monedas tienen sólo dos caras, la sangre de los príncipes es del color unánime de las ranas y los mendigos y los milagros están severamente penados por las leyes científicas; sin embargo, la ficción es un invento sofisticado y relativamente reciente en la escala de la civilización, por lo que nuestros antepasados debieron buscarse métodos más pedestres para escapar de sí mismos. Por suerte para ellos, quizá el mismo día en que se enteraron de que las hogueras crecen al contacto de un palitroque con un tarugo de madera o de que la luna afila su hoz siguiendo un ciclo de 28 madrugadas, se dieron cuenta de que ciertos productos vegetales, bayas, hojas, hongos, resinas, inducen al cuerpo humano a mostrarse más tolerante con las desgracias cotidianas cuando se los ingiere, fuma, fermenta o destila, convirtiendo la embarazosa obligación de vivir en un trámite bastante más llevadero. Sé que en una de las páginas de papel biblia de sus Obras completas que guardo en la estantería de mi salón, Fernando Pessoa compara la literatura con los estupefacientes y les otorga una misión idéntica: ayudarnos a doblar los barrotes del carné de identidad.

Ahora suelen estar más o menos mal vistos por los ministerios, pero el entusiasmo por las drogas ha sido una constante a lo largo de la historia de las letras. Y no me acuerdo aquí de Baudelaire, ni de Ginsberg ni de otros perdularios de relumbrón, pasto para adolescentes peleados con papá, sino de uno de los temas líricos más celebrados y repetidos a lo largo de las antologías, el vino. Desde Anacreonte, el vino se festeja como un regalo divino otorgado a los mortales para sobrellevar su miserable condición y la aspereza de sus trabajos: como el agua mágica del Leteo, otorga el olvido a los desdichados sedientos de consuelo. En Horacio, y en Omar Khayyam, y en Li Tai Po, egregios borrachos, el vino es la única salida, dulce salida, que resta al hombre apesadumbrado por la fugacidad de la esperanza y los amargos reveses de la fortuna. En cuanto a los servicios prestados por tan estimable caldo o por algunos de sus congéneres a la creatividad literaria, basta con consultar ciertas páginas de las biografías de Poe, de Joyce, de Faulkner que apestan a alcohol como el interior de un botiquín. En estos tiempos en que la DGT nos advierte con voz amenazadora de que cuidemos la pureza de nuestra sangre, no sé si el Ayuntamiento de Tomares, en Sevilla, ha tenido un acierto al editar, bajo el título El Aljarafe y el vino, un volumen que homenajea a la más socorrida y culta de las drogas. Cervantes, Hemingway, Borges, Goethe, Neruda, Vallejo, Shakespeare llenan estas páginas y tratan de convencernos de una evidencia especialmente patente durante las fiestas que acabamos de dejar atrás: que para ver la botella medio llena es preciso tenerla antes medio vacía.

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