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Columna
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Las fosas

La Iglesia Católica va a abrir un proceso de beatificación para ampliar la corte celestial de su memoria histórica con los nombres de muchos sacerdotes y monjas asesinados durante la Guerra Civil. Estos beatos no serán cosa del ayer, no van a ser recordados para que descansen en paz. Sus almas estarán en activo, podrán hacer milagros, rogarán por España y por el mundo aprovechando su posición privilegiada ante Dios, y hasta es posible que protagonicen alguna aparición, que floten sobre la copa de un árbol para comunicar a sus fieles las verdades y los secretos del futuro. Otras víctimas de la Guerra Civil van a cumplir una tarea mucho más humilde. Cuando salgan de las fosas que ha ordenado abrir el juez Baltasar Garzón, se limitarán a volver a casa con sus familiares, tal vez lleguen a comentar algún detalle desconocido del pasado y luego ejercerán su derecho a descansar en paz.

No es verdad que la muerte lo iguale todo, ni que la violencia se pueda repartir por igual entre los dos bandos de la guerra civil. El Gobierno republicano nunca ordenó perseguir a un sacerdote por sus creencias religiosas. Los representantes de la Iglesia fueron víctimas de personas o grupos que actuaron en una situación descontrolada por culpa de un golpe de Estado y de un enfrentamiento bélico. Los generales golpistas, sin embargo, utilizaron el terror de forma premeditada para imponer su Régimen y ordenaron la ejecución de miles de ciudadanos, víctimas de la impunidad de los amaneceres o de unos juicios caracterizados por la mentira y por la falta de garantías. Tuvieron la desgracia de vivir un tiempo que declaró en rebeldía a los individuos partidarios de respetar las leyes. Después sufrieron el silencio y la humillación. Los familiares de los vencidos debieron someterse a un Estado que mantuvo la crueldad más allá de cualquier frontera inimaginable. Las víctimas de la paz negra del franquismo duelen más que los muertos de la guerra. Mientras se celebraban funerales y homenajes en recuerdo de los mártires golpistas, se cubrió de olvido y de terror la memoria de los demócratas.

La España de hoy no se parece en nada a la sociedad que desembocó en la guerra. El desarrollo de la economía capitalista y las formas democráticas han cambiado el corazón del país. Ni la derecha, ni la izquierda, ni las formas de barbarie o de dignidad de los ciudadanos, tienen nada que ver con la realidad de 1939. No es extraño que los nietos de las víctimas, que ya no sienten miedo y que no necesitan callarse para sobrevivir, intenten recuperar la memoria social de sus antepasados. El silencio, la mentira y el olvido son costumbres que -por lo que se refiere a la Guerra Civil- pertenecen ya a otro tiempo. De aquella España en armas sólo permanece la Iglesia Católica, decidida a defender con uñas y dientes su manía de confundir los credos particulares con los espacios públicos y, de paso, los privilegios económicos que el general Franco le concedió por su apasionada participación en los preparativos del golpe y en la justificación de la dictadura. Los nuevos beatos, más que descansar en paz, serán convocados para imponer el catolicismo en las costumbres y las cuentas de un Estado laico.

¿Hace falta un proceso general contra el franquismo para recuperar un cadáver? Resulta deseable que el derecho de los familiares a recuperar los restos de sus antepasados no dé pie a un circo mediático. Sería una verdadera desgracia que el espectáculo de la sociedad de consumo les robara hoy a las víctimas del franquismo la dignidad que no pudo quitarles el terror de sus asesinos. La ejecución del poeta Federico García Lorca simbolizó durante muchos años la tragedia de todas las víctimas. Ahora es obligación colectiva, y sobre todo del juez Garzón, asegurarnos que sus restos puedan simbolizar nuestra dignidad y la de nuestros antepasados.

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