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Columna
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La frontera

El 23 de febrero de 1939, hace ahora 69 años, Antonio Machado descansó por fin en el cementerio de Collioure, un pueblo del sur de Francia. Veo esta mañana caer el sol de febrero, la luz de invierno sobre la tierra de Andalucía, y me imagino un tiempo con más lluvia y más frío, cuando la desolación y el orgullo se amontonaban en las carreteras de Cataluña y los republicanos españoles intentaban cruzar la frontera, escapar de una paz mucho más cruel que la guerra. Las fotografías han conservado aquellas estampas marcadas por el dolor, una galería de ojos hundidos y maletas perdidas, de coches atascados en el fango y memorias rotas como el cristal de una fotografía pisada por la oruga de un tanque. En medio de aquel estupor, salía también Machado de España, gracias a la ayuda del periodista Corpus Barga, el gran escritor de los pasos perdidos.

El Gobierno de la República le había encargado que cuidara del poeta, todo un símbolo de la España leal, esa nación que desde 1931 intentaba crear una sociedad laica, democrática, fundada en la dignidad de la política y en la necesidad de unir infancia y pedagogía, o trabajo y cultura. En ningún otro país, en ningún otro momento de la historia, se insistió tanto en la ilusión pedagógica, en la necesidad de hermanar el futuro de un pueblo con sus escritores y sus intelectuales. Por eso me han parecido siempre simbólicas las vicisitudes de Antonio Machado en la frontera. Como todos los derrotados, el poeta fue detenido en Cerbère. La policía francesa iba a conducirlo a un campo de concentración. Corpus Barga debió enseñar las acreditaciones oficiales del Gobierno y explicar quien era Machado, el Valéry español, para que lo dejasen pasar. Aquel momento en el que Antonio Machado, obligado por la derrota, se separó del resto de los españoles ponía punto final a unos años de esperanza.

La familia del poeta fue hospedada en Colliure, en casa de madame Quintana. El coche no pudo llegar hasta la puerta porque el pueblo estaba en obras. Corpus Barga tomó en brazos a Ana Ruiz, que ya no podía andar, y entonces la madre de Machado acercó los labios a su oído para preguntarle: ¿cuándo llegamos a Sevilla? El delirio, la enfermedad y el destierro le hacían confundir el sol pacífico del mediterráneo francés con la ciudad de Andalucía en la que había sido feliz y en la que habían nacido sus hijos.

Antonio Machado debió sentir algo parecido, porque su hermano José, muerto el poeta, encontró en el bolsillo de su gabán un último verso: "Estos días azules y este sol de la infancia". Veo el sol de febrero andaluz, hoy, 23 de febrero del 2008, y me imagino la ceremonia civil, el cementerio y la bandera republicana sobre el ataúd de Machado. Me imagino a Rafael Alberti, en un Madrid sitiado, oyendo la noticia por la radio y pensando que aquella muerte significaba el final de la República y el comienzo de un destino y una paz sin poesía. Los años que cayeron después sobre España iban a trazar por mucho tiempo una frontera entre las palabras y la realidad, entre el pensamiento y la gente. Machado había escrito que la verdadera libertad no consiste en decir lo que se piensa, sino en pensar lo que se dice. La dictadura de Franco hizo imposible que la gente pudiera decir lo que pensaba, algo que sólo volvió a conseguirse legalmente gracias a la Constitución de 1978. Pero la evolución de la democracia española nos ha enseñado en carne propia que existen otras fronteras, otros muros que separan a las palabras y a los pueblos, al pensamiento y a la realidad o al voto de la gente. Miro hacia el sol de este febrero electoral y me pregunto: ¿es posible pensar lo que decimos? La libertad y la política caminan hacia el exilio, derrotadas, perseguidas por unos tanques distintos, que no necesitan derramar sangre para imponer su violencia.

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