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Columna
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Los jóvenes bárbaros

Subieron al autobús con una navaja tipo mariposa, dos martillos de punta metálica, una cadena de ochenta centímetros, un brazalete con púas y un bote de aerosol lacrimógeno.

La cabeza rapada. Distintivos neonazis en sus ropas. Una cruz gamada en la cartera. Iban a divertirse a Málaga, la noche del domingo 16.

Los once chavales, tres de ellos menores de edad, descubrieron rápidamente en el autobús a un marroquí de 25 años. Comenzaron a insultarle. El marroquí aprovechó una parada del autobús y salió a escape. Diez corrieron tras él. El otro retuvo al autobús hasta que sus compinches regresaron, tras propinarle una paliza al marroquí. Ninguno de los 63 pasajeros hizo nada.

Tres noches después, otro grupo de chavales celebraron en Granada su particular 20-N, aniversario de la muerte del dictador Franco. Destrozaron varios contenedores de basura y un coche de la policía. La Confederación Nacional del Trabajo (CNT) rechazó que los cuatro vándalos fueran de los suyos. Eran jóvenes salvajes que aprovecharon el río revuelto de una manifestación antifascista para saquear el mobiliario urbano.

En las costas gaditanas, la policía ha detectado que algunos jóvenes que habían abandonado el trapicheo con droga como medio de ganarse la vida, han vuelto a las andadas. Dicen que obligados por la crisis, que los ha devuelto a las listas del paro.

En Sevilla, se recupera una tradición que parecía olvidada o al menos atenuada: el tirón. Mujeres de edad avanzada son despiadadamente asaltadas para despojarles el bolso en el que, con suerte, quedan algunas monedas de la magra pensión. Los autores son jóvenes motoristas que cabalgan la noche en busca de unos euros para saciar la sed de cubatas y rayas. No roban para comer. Eso es agua pasada.

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¿Qué está pasando con los jóvenes andaluces? ¿Cuál es su queja, su grito, su afán?

Por razones ideológicas (los menos) o por puro placer, esos jóvenes están demostrando con su violencia vandálica que algo no funciona. Algo falla en el sistema. Chicos que deberían estar en las aulas se encuentran en las calles doctorándose en delincuencia. Un tercio de los jóvenes españoles no termina la enseñanza obligatoria. Son arrojados a un precario mercado del trabajo que los recibe con contratos basura.

¿Puede justificar la crisis esos brotes violentos? No. Pero es una de sus causas. Y nadie parece hacer nada. La solución no puede ser sólo policial y penal.

El veterano dirigente comunista Antonio Romero ha escrito unas cartas que acaban de salir al mercado en forma de libro: Por qué no me callo. Cartas políticas. Ante la propuesta de Mariano Rajoy de rebajar la edad penal de los menores, Romero le dice al líder popular: "No olvide que una sociedad es más segura si hay empleo seguro, sanidad eficaz, educación, vivienda digna, derechos y disfrute de todas las libertades democráticas". Por el contrario, señala el ex diputado Romero, "una sociedad es más insegura si hay trabajo precario, guetos y marginación en las barriadas de las grandes ciudades".

Esos jóvenes bárbaros no necesitan más palos. Necesitan más educación. Dentro y fuera de las aulas. Más y mejor escuela pública, sí. Pero no es justo descargar en el colegio toda la responsabilidad de su incivismo. Porque, ¿qué están haciendo muchos padres por inculcar a sus hijos el civismo y el respeto en una sociedad libre y democrática?

Nuestro gran poeta Luis García Montero, al que miles de ciudadanos de toda España le están mostrando estos días su cariño y admiración, recordaba en su ensayo Inquietudes Bárbaras la respuesta que dio Juan de Mairena a un padre que le preguntó airado si le bastaba ver a un niño para suspenderlo. El personaje machadiano le contestó: "¡Me basta con ver a su padre!".

Muchas veces, detrás de esos jóvenes neonazis o tironeros de bolsos se esconde la desidia de sus padres.

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