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Columna
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De lance

Escribe Care Santos que al expatriado le basta con ingresar en una librería de viejo para encontrarse en casa. Librería de viejo, de lance, de ocasión, librería anticuaria, de segunda mano: los términos resultan indistintos para designar ese local turbio, quizá en el fondo de un zaguán, donde la luz de la tarde penetra con dificultad luego de dejar un rastro de coñac o manzanilla en el cristal del escaparate; un trozo de latón tintineante avisa de nuestra llegada en cuanto la calefacción nos vuelve innecesarios bufanda y abrigo, y entonces es el olor: ese leve aroma con vetas grises donde se combinan la niebla, las estatuas, el otoño, la melancolía y el fuego de leña. En esa librería de viejo platónica que ahora visito, hay un anciano con antiparras en una esquina, sobre un escritorio, atrincherado tras una empalizada de volúmenes, con un bigote macilento que la lámpara de mesilla cubre de ceniza y mercurio. Y más allá, el laberinto: porque toda biblioteca es también un laberinto y ofrece caminos insospechados, bifurcaciones, salidas falsas, trampillas y abismos. En la librería eterna los libros, que con el tiempo han ido adquiriendo ese matiz cobrizo del membrillo en el frasco, avanzan en muchedumbres sucesivas de los zócalos al techo; como cortinas de cuentas se extienden los lomos y los títulos, los clásicos, las novelas eróticas, las biografías, los periplos, las civilizaciones perdidas, los chistes, las narraciones de terror, los atlas, los breviarios, los álbumes de láminas, el best seller, las biblias, los cuadernos de partituras, también los mapas y las postales. Y entre aquel exceso sin orden ni concierto, en medio de aquella acabada metáfora del caos o la basura, el extranjero es feliz.

Las librerías de hoy son templos a la eficacia fabricados con vidrio y plástico. Descubro con alarma que poco a poco, con la implacabilidad de un raticida, el progreso está liquidando silenciosamente las viejas librerías de Sevilla (las nuevas también, pero ese es otro cantar que no toca hoy). La última en caer ha sido la venerable Trueque, bastión de la reventa en un barrio que en su día fue famoso por sus librerías de viejo, el de Santa Cruz, y donde hoy lo único viejo que queda es el afán de tomar el pelo al turista con presuntas cerámicas o abanicos autóctonos. Con esta extinción se apaga poco a poco la costumbre de vagabundear entre libros, algo que se parece a la visita ritual de librerías que realizamos los bibliópatas una vez en semana, pero que no es del todo lo mismo. En los nuevos supermercados de la edición, los del plástico, todo es urgente, todo avasalla y retumba: la oleada de novedades amenaza al lector desde la vitrina y el caballete, y promete ahogarle antes de darle la posibilidad de elegir. En la librería de lance (prefiero esta denominación a todas las demás), queda siempre el misterio: uno nunca está seguro de lo que viene a encontrar. Lo cual me recuerda el pasaje de una novela de Pablo de Santis que acabo de leer y que versa precisamente sobre libreros anticuarios y vampiros. El joven protagonista acaba de ser contratado como ayudante por el propietario de una añosa librería en el Buenos Aires de los cincuenta; con el fin de incrementar beneficios, el joven propone al anciano que clasifiquen los fondos: así satisfarán con mayor facilidad las solicitudes de los clientes. La réplica del librero merece una inscripción:

-Quien entra en una librería de estas no sabe lo que busca hasta que lo encuentra.

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