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Columna
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Sin patria

El título de una de las obras del volcánico Boris Vian afirma que los muertos no tienen piel. Cierto: ni rostro, ni remordimientos, ni cédula de identidad, ni patria. Por suerte, morirse consiste en ingresar en la forma más pura de la desnudez y deshacerse de golpe de toda la basura que uno ha ido acumulando en el curso de los cumpleaños: desde los nombres inútiles que pueblan la agenda hasta esos recuerdos al rojo vivo que tanto daño hacen en ciertas esquinas del alma, por no mencionar postillas, viajes, libros leídos o (peor) perpetrados, anhelos, certezas y decepciones, muchas decepciones. Nuestra vida se parece a esa bola de mugre que va modelando el escarabajo pelotero al recorrer el lecho del bosque, y donde queda recogido, en forma de escoria, no sólo todo lo que fuimos, sino también lo que pudimos o quisimos llegar a ser y, sobre todo, lo que nunca seremos.

Afortunadamente la muerte deshace esa bola y la arroja al vertedero, que es su lugar natural: los cadáveres son los seres más inocentes y perfectos del mundo, porque ya no les queda nada que esperar. No me cabe duda de que, por mucho que aspiremos a la eternidad (como querían plañideramente Leopardi y Unamuno), llega un recodo en el camino en que la fatiga acumulada y el dolor de los juanetes nos hacen suplicar un cese: una luz apagada, una habitación cerrada donde olvidar el estruendo de las cosas, un margen al que retirarse después de la tarea, agotadora e ininterrumpida, de ser. A ese respecto, siempre me ha resultado esclarecedora la respuesta de Borges cuando en una entrevista le inquirieron qué le restaba por hacer a la altura de sus ochenta y tantos años; dijo: estoy cansado de ser Borges, quiero dejar de ser Borges. Y lo que yace en Ginebra, debajo de una estela con una leyenda anglosajona, no es ya Borges, sino los desechos del armazón que lo sostuvo en otro tiempo.

Hemos oído, poco ha, que el gobierno argentino ha iniciado trámites para reclamar esos desechos, arrancarlos de la fosa en que se hallan sepultados y volverlos a recubrir, esta vez de tierra debidamente porteña. Aquí en Sevilla vivimos una situación paralela: aprovechando los fastos de la Feria del Libro, nuestro alcalde se ha lanzado a prometer que la osamenta de Antonio Machado, que ahora se cubre de liquen bajo el suelo de Collioure, ha de regresar al huerto claro donde madura el limonero y recibir sevillana sepultura, como Dios manda. Lo que los responsables del ámbito cultural exigen venerar, sea de un lado o del otro del Atlántico, no es la obra de estas marcas registradas de la literatura, ni siquiera lo que quede de ellos en el ataúd; ellos quieren un mausoleo, una lápida conmemorativa, un azulejo que descorrer al son de tubas y pífanos, una bandera. Se niegan a admitir que lo que convierte a un poeta, a un científico, a un artista en hombre de genio es precisamente su renuncia a cualquier frontera inscrita en papel y deciden encajonarlo dentro de una patria que ya no les pertenece: por suerte ya está muerto y no hay pasaporte que preste a sus aportaciones un matiz indeleblemente andaluz o argentino. Ignoro qué ventajas aportaría el traslado de los restos de Machado a nuestra ciudad, si alguien espera que ello eleve la temperatura lírica de nuestro medio ambiente o permita aclarar esa oscura noche del pasado en que él tuvo que huir de su país perseguido por los enemigos de la aurora; ignoro qué ventajas podrían seguirse salvo, claro está, las meramente oportunistas del turismo y la economía.

Pronto todos disfrutaremos de la posibilidad de comer palomitas frente a las tumbas de Machado, Lorca y Borges y de hacernos una foto ante un busto marcado con sus nombres; mientras, por fortuna para ellos, sus cráneos yacen debajo en un silencio que ni los discursos políticos de turno lograrán quebrar.

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