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Columna
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El plagio

El plagio es una práctica que atenta no sólo contra la buena educación sino, más incisivamente, contra el amor propio de los autores, sea lo que sea lo que signifique esa expresión. El que escribe, el que pinta, incluso quien silba o acuña una frase de presunta brillantez tienen su orgullo: consideran, con diverso mérito, haber hecho una aportación de calado a la humanidad y exigen que su nombre sea preservado junto a su obra, en la esperanza de que el olvido, que a todos nos hunde más temprano que tarde, pacte con él un armisticio. La Universidad de Granada prepara una batería de medidas draconianas contra tan perverso hábito, entre las que se incluyen la detección de préstamos disfrazados en las tesis y ponencias de los congresos, así como castigos de mayor o menor rigor legal contra quienes no distinguen entre las ideas propias y las ajenas. Los promotores de dicha policía se quejan de topar con trabajos académicos en donde ni una sola frase es virgen, con páginas completas pertenecientes a otras autoridades y reproducidas con fidelidad de copistería sin la correspondiente reseña de la persona que las alumbró por primera vez. En realidad la universidad constituye un vivero de este tipo de desvergüenzas, como sabe cualquiera que haya obtenido un diploma, y quien más y quien menos ha oído a profesores montar cursos enteros sobre manuales saqueados sin rubor y presentar, en sucesivas mesas redondas y simposios, una misma conferencia que se repite hasta el infinito igual que un gazpacho mal aliñado. Aunque el crimen es antiguo, en los últimos tiempos cuenta con un cómplice de probada fuerza: la tecnología. Antes, al menos, el ladrón debía tomarse el trabajo de espulgar las bibliotecas, desbrozar ficheros, recorrer párrafos en una sala de consulta; ahora incluso la profesión de bandido ha perdido su aura romántica y bastan una miserable computadora y un procesador de texto en que delegar lo más sucio de la tarea.

A todos nos disgusta el plagio por cuanto supone de escasez de imaginación y de abuso de confianza, aun cuando su denuncia no resulta sencilla ni muchísimo menos. Un verso arrancado de un poema previo o un edificio levantado sobre planos que ya existían pueden desenmascararse con facilidad; en el terreno de las ideas, de los conceptos, de las cosas del entendimiento y la imaginación el suelo se vuelve notablemente más resbaladizo. Si nos atenemos a una definición estricta y consideramos latrocinio cualquier objeto, melodía, pensamiento o escena que evoque otro anterior, que se haya inspirado en él o se sirva de su precedencia para plasmarse sobre el medio que elija, entonces no queda más remedio que resignarse a que toda la historia de la literatura y del arte es un plagio de dimensiones apabullantes. Las vanguardias, en su euforia, nos han habituado a la superstición de la originalidad, a menudo confundida con el despropósito; a creer, en un arrebato de ingenuidad, que todavía restan argumentos sin usar y expresiones inauditas de las que el escritor debe servirse como una novia que estrena traje. No hace demasiado que tuve la oportunidad de escuchar cómo un poeta y novelista de mi generación defendía, en el absoluto convencimiento de estar descubriendo un continente, la necesidad de enterrar a Proust, con quien le enemistaba no sé qué cosa: pasaba de largo que antes de él muchos otros ya lo habían enviado a la fosa sin resultado ostensible, en compañía de más muertos venerables que cada cierto tiempo se inhuman y vuelven a resucitar, Joyce, Kafka, Kerouac, Rilke. Alrededor del siglo tercero antes de Cristo, el autor del Eclesiastés, que no se preocupaba de menudencias como dejar su nombre, avanzó que no hay nada nuevo bajo el sol; Sir Thomas Browne plagió su idea dos mil años más tarde y la matizó: toda novedad es un olvido.

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