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Columna
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La revolución

Las famosas setas de la Encarnación de Sevilla, esas que han hecho correr riadas de tinta y lágrimas, ya tienen un destino: servir de sede a los indignados del 15-M. Se llaman así, indignados, como los protagonistas de un novelón de Victor Hugo, y han ocupado el monumento de madera y vidrio acampando bajo los troncos y llenando el eco de los sombreros de tambores y silbatos. Las visitas los encontrarán con el ánimo por las nubes, más alto todavía que esa retícula de nueva arquitectura que los amenaza desde el firmamento, enzarzados en asambleas y reivindicaciones de las que pretenden que surja el futuro como de un parto doloroso pero sin necesidad de cesárea. Los eslóganes y las proclamas que cubren las cartulinas, aquí y allá, no son nuevos y recuerdan otras revoluciones de medio pelo, de estas de andar por casa que luego mueren de sed en los despachos: bajo los adoquines la utopía, lo queremos todo y lo queremos ahora, el mañana empieza hoy, esas cosas. Resulta imposible no simpatizar con ellos, por el sencillo motivo de que llevan la razón. Un sistema imbécil y corrupto, que tiende a engrosar los beneficios del que más tiene a la vez que apalea las manos vacías, una oligarquía de sinvergüenzas que esquilma los bienes públicos en pos de langostinos y coches oficiales solo porque les han puesto un rango delante del apellido, una sucesión inútil de organismos que se parece a un viejo elefante anquilosado, incapaz de desplazarse sin que su osamenta cruja, se quiebre y le derrumbe, una democracia, llamémosla así, cuya única diferencia con respecto a otras tiranías es que te permite votar antes de obligarte a obedecer (la frase es de Bukowski), todo el cúmulo de desmanes y de abusos y de hipocresías y de arreglos torticeros que llevamos padeciendo desde hace décadas tenían que reventar por alguna parte. Y de momento son esto, esta manada de jóvenes rampando bajo los entresijos de una construcción del futuro.

La gran cuestión: y ahora, ¿qué? Estamos cabreados, humillados y ofendidos, pero, aparte de gritar nuestro asco, ¿qué cabe hacer? Fuera de los sueños baratos, de rigor en este tipo de revueltas (el amor, la paz y lo demás), no parece haber propuestas claras y la fuerza de los manifestantes se agota en denunciar el sistema que trata diariamente de asfixiarlos, sin plantear una alternativa que lo sustituya. Hay dos salidas: que la protesta se aborte hoy mismo, día de las elecciones, con lo cual no habrá servido para nada (¿alguien cree en serio que los politicastros del langostino habrán tomado nota?), o que prosiga y llegue a más, haciendo uso de otros medios de presión que no son la mera ocupación del espacio público. Si esto llega a cumplirse, no sé en qué dirección se encaminarán las cosas. Los revolucionarios hablan de democracia real, pero eso parece más una fórmula que un programa y dudo que ninguno de ellos pueda argumentar sólidamente qué entiende por ello. Si se permite un comentario al margen de alguien que no se considera marxista pero sí marxiano, y de lo más, a mí me da que la raíz del problema no está tanto en el armazón político como en el económico, igual que siempre, y que para cambiar las estructuras del poder antes hay que alterar los cimientos del capital que le presta apoyo: el político del langostino es idiota y culpable, por supuesto, pero la responsabilidad última se halla en el banquero que le ríe las gracias. En fin: que dudo mucho que la situación varíe en tanto alguien no corrija los excesos de la gran religión ecuménica del capitalismo, algo a lo que, de momento al menos, nadie parece muy dispuesto a comprometerse.

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