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Columna
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De toda la vida

Las canciones de toda la vida dan compañía cuando se escuchan en soledad. Son canciones que uno ha bailado en las noches de fiesta, que se han cantado mil veces con los amigos al final de la cena. Un bolero se cuela entre las botellas de cualquier celebración, lo mismo que un tango o una ranchera, para que las voces se conviertan en coro y cada sonrisa o cada lágrima encuentre la complicidad de los demás. Son argumentos compartidos, capítulos de una educación sentimental común, y por eso mismo se adaptan a las almas solitarias.

Las buenas canciones saben devolvernos un olvidado sabor a nosotros mismos cuando las oímos en medio de la multitud. Por el contrario, mientras nos dan compañía en la soledad, son capaces de contagiarnos el abrazo sereno de las cosas familiares, la verdad tumultuosa de los amigos que se echan de menos. Estas paradojas no dependen de una extrañeza, sino de la más sencilla realidad humana, que se hace a sí misma en una inevitable conversación con los otros. Antonio Machado es algo así como un poeta de toda la vida porque supo utilizar con maestría las paradojas literarias del corazón. Cuando las vanguardias racionalistas se empeñaron en fijar los valores universales del pensamiento, Machado prefirió indagar en los universales de la sentimentalidad, ese territorio cordial en el que los modos generales de una época se encarnan en una mirada particular.

Sumergirse en la propia intimidad es un buen camino para llegar al conocimiento de la historia. Buscar las ilusiones colectivas no puede identificarse con la borradura de las miradas personales. Por eso siempre se equivocan, en la economía y en la cultura, los partidarios de defender el individualismo frente a lo público, o los que pretenden cancelar con consignas totalitarias las conciencias privadas. No hay mejor seguro de los individuos que un espacio público solidario y respetuoso. No hay ilusión colectiva que se soporte en la historia sin la libertad dialogante de los corazones particulares. El yo y el nosotros forman parte de un único idioma que nos guía en la soledad y en las fiestas. La borradura de un yo o de un nosotros sólo desemboca en la tragedia.

Antes de salir de viaje, en la soledad de la casa, escucho Alma mía, el último trabajo discográfico de Pedro Guerra. Más que la lealtad a una consigna política, para un artista es decisiva la lealtad a su conciencia y a su estilo. Así, por paradojas de la intimidad, se escriben canciones que llegan a todo el mundo. Como una parte más de la indagación personal en su obra, Pedro Guerra aborda ahora una antología de canciones de toda la vida, las hace suyas, las elabora en su lealtad. El aire americano que traza su música viene de Argentina, México y Cuba. Pero en esta ocasión añade dos homenajes a la copla, para reunir la fuerza de León y Quiroga con la maestría de José Alfredo Jiménez, los recuerdos de Gardel o los inesperados aciertos líricos de Armando Manzanero. Le oigo cantar andaluz con acento canario.

Las canciones de toda la vida forman parte de nuestra piel, porque hemos aprendido con ellas lo que significa un dolor o una caricia, la verdad de una sombra o de una extrañeza. Reconocemos los amores radicales del que cuenta las arenas del mar. Aprendemos a sentir la humedad de la lluvia, no por el agua que cae, sino por la gente que corre. Nos enfrentamos en el espejo a los fallos de nuestro propio corazón. Hablar del alma propia es hablar de todas las almas. Por eso, cuando se bajan las escaleras y se pide un taxi que nos lleve al aeropuerto, sabemos que en cualquier lugar del mundo habrá una botella de vino y un amigo con el que retorcer canciones en la madrugada. Por eso sabemos también que cualquier lugar del mundo nos devolverá siempre a la casa que acabamos de cerrar.

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