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Columna
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El viajero del siglo

Todos los oficios tienen corteza y pulpa. No deben confundirse, por ejemplo, la actualidad y la creación literaria. Los magos de la actualidad sueñan con premios y con el prestigio nervioso de las novedades, hasta confundir la calidad con la tendencia. El valor resulta aquí inseparable de la moda. Los interesados en la creación literaria mantienen un diálogo más lento con la escritura, y no se obsesionan con los escaparates del futuro, sino con los rincones de la tradición. El trabajo es su vocación, su honestidad. La escritura va con ellos como un soliloquio vital al margen de los escenarios.

Existen, por supuesto, territorios inevitables de confusión entre la corteza y la pulpa. Todo artesano necesita reconocimiento, porque un poco de calor es imprescindible para mantener el rumbo de la propia soledad. La conciencia crítica se puede perder tanto por el éxito fácil como por el fracaso cruel. Por cada escritor importante que se relaja debido a la comodidad de sus triunfos, hay 20 escritores débiles convencidos de su propia genialidad gracias al rencor. Son héroes incomprendidos por una sociedad malsana, grandes maestros que trabajan para la posteridad. Las cosas no resultan nunca sencillas. No gozar de éxito en la actualidad literaria suele ser argumento poco sólido para defender la propia genialidad. Del mismo modo, recibir premios, tener grandes ventas, tampoco asegura nada. Algunos de los maestros decisivos de la creación literaria se fueron de la vida sin reconocimiento oficial, mientras que el justo olvido está lleno de glorias sociales pasajeras. En este panorama de incertidumbres, la única guía posible es el seguro azar de la honestidad.

Hago estas meditaciones al terminar de leer El viajero del siglo, novela por la que Andrés Neuman ha recibido el Premio Alfaguara 2009. Se trata de un libro ambicioso y honrado. Ambicioso, porque mira a la vida contemporánea con la penetración social y ética que caracterizó a las grandes novelas del siglo XIX. Honrado, porque está escrito con la obsesiva sabiduría del autor que cuida sus frases hasta la última sílaba y que dialoga con la tradición narrativa hasta sus últimos rincones. Una apasionada historia de amor, vivida en una ciudad imaginaria, Wandernburgo, que se sitúa entre Sajonia y Prusia, sirve para encarnar el debate de la historia y la formación de Europa. Andrés Neuman vuelve sus ojos hacia la derrota de Napoleón y la descomposición de los sueños revolucionarios, para plantearse problemas y debates del siglo XXI como el mercantilismo, el papel del Estado, el protagonismo de la mujer o la definición de un concepto social de la libertad. Las grandes heroínas del XIX no orinaban, ni tenían la regla, ni se abandonaban a escenas eróticas de absoluta soberanía sexual. La heroína de Andrés Neuman, igual que Europa, es una mujer del XIX por la que han pasado el siglo XX y los primeros años del XXI.

Conocí a Andrés cuando era un adolescente argentino recién llegado a Granada. Desde nuestras primeras conversaciones, sobre el césped de una urbanización en la que fuimos vecinos, pude comprobar la verdad de su vocación literaria, algo que volvió a quedar claro en sus años de alumno y de profesor en la universidad. Pronto empezó a recibir premios por sus libros de poemas y sus narraciones. Su nombre empezó a sonar con frecuencia como uno de los nuevos autores más importantes nacidos en Latinoamérica. Pero no se dejó fascinar por la actualidad literaria y quiso defender la honestidad de una vocación creativa, una soledad de viajero, propia de quien se siente español en Buenos Aires y argentino en Granada. Un día de junio de 2003 se encerró a escribir una novela, a la que ha dedicado más de cinco años. Esta historia acaba bien no sólo por el premio Alfaguara, sino porque Andrés ha escrito una magnífica novela.

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