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Columna
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Ajena

A PESAR de todo, quizá sólo en medio de la completa desposesión se geste mejor una vocación artística. Induce a pensarlo, por ejemplo, la lectura de En la belleza ajena (Pre-Textos), del director polaco Adam Zagajewski (Lvov, 1945), pues se trata de una especie de diario, donde, sin entradas cronológicas precisas, de forma muy selectiva, y al desordenado hilo de la memoria no restringida a los hechos planos, sino al de las vivencias, se evoca, en primer lugar, las duras condiciones materiales y, no digamos, espirituales, de los intelectuales y artistas polacos bajo el comunismo.

En tan adversas circunstancias, un joven con inquietudes se convertía de inmediato en un desterrado, aunque siguiera habitando, como Zagajewski, en la hermosa ciudad de Cracovia, por lo menos, hasta su emigración a París en 1982, a los 37 años.

"Había perdido dos patrias", escribe Zagajewski, rememorando su época juvenil, "pero buscaba una tercera: un lugar para la imaginación, un territorio que me permitiera una salida para mi aún no del todo clara necesidad artística. Había perdido una ciudad real, y buscaba una ciudad de la imaginación. Relativamente tarde -más que en el caso de otras personas- escogí la poesía como campo de mis búsquedas". En otro lugar, nos cuenta además cómo esta vocación literaria, en un caso como el suyo de joven católico, se produce cuando alguien comprende que cabe rezar sin atenerse a las rutinarias preces, componiendo él mismo una oración propia, manejando a su arbitrio las palabras.

Desde esta doble o triple retirada del mundo, tal y como nos viene dado, en pos de una visión y expresión personales cuya tensión creativa máxima se halla para él en la poesía, lo asombroso de la trayectoria artística de Zagajewski consiste en el regreso a las imperiosas y ruidosas apariencias de la vida exterior, donde mana ese manantial de inspiración que se nutre, como postula el título de su libro, "en la belleza ajena". De manera que, finalmente, esa evasión de las sucesivas patrias que forman el mundo no es sino la necesaria deambulación que permite aterrizar en él, dominando así mejor la perspectiva, lo que pasa, el peso de las palabras y las imágenes, lo que éstas revelan de inaudito y de inapreciado, lo que siempre ha de faltar para explicarse el enigma de la existencia.

No conozco la poesía, ni el resto de la amplia y variada producción literaria de Zagajewski, pero me ha bastado con la lectura de ese peculiar diario íntimo, que es En la belleza ajena, para comprender, al hilo del comentario que hace de una sentencia de Ruskin sobre la importancia de fijarse en lo que una obra refleja, que eso no significa que el arte deba ser un espejo de la realidad, sino que "crece de la más profunda admiración al mundo, visible e invisible. (Y también que el arte no es algo para estetas)". Este descubrimiento merece, en cualquier caso, haber vivido la experiencia más completa de la desposesión.

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