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EXTRAVÍOS
Columna
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Albatros

A las diez y cuarto de la noche del 16 de marzo de 1955, la señora Jeanne Roux, vecina del barrio, comunicó a la policía el hallazgo de un cuerpo sin vida en la calle del Revely, en la localidad meridional francesa de Antibes. El cadáver, de un varón de mediana edad, estaba vestido con una chaqueta larga, un pantalón azul y una camisa sin corbata y calzaba unas alpargatas. Pronto fue identificado como el del artista Nicolás de Staël (San Petersburgo, 1914), que, desde hacía unos meses, ocupaba en solitario un apartamento al pie del cual se le encontró muerto, estableciendo la investigación que el fallecimiento se había producido al arrojarse el pintor al vacío desde la terraza de su vivienda. Medio siglo después de esta tragedia, aún se sigue conjeturando acerca del porqué se suicidó un artista de indudable talento reconocido, solicitado por doquier, con una familia bien trabada y justo al inicio de su espléndida madurez biológica y creativa. Impresiona mirar la fotografía de Nicolás de Staël delante del Castillo Grimaldi de Antibes tirada por Dor de la Souchère, director del museo local, el 15 de marzo, la víspera de la tragedia, porque el pintor muestra una sonrisa abierta, mientras posa relajadamente con los brazos cruzados. La instantánea fue tomada cuando ambos habían ultimado los detalles de la exposición sobre la obra reciente de Nicolás de Staël, que, pocos meses después, en el verano, tuvo lugar de forma inopinadamente póstuma.

Al ver de nuevo dicha foto, donde se aprecia la sana complexión delgada de este atractivo hombre de elevada estatura, bello rostro eslavo y tocado de un elegante porte aristocrático, como correspondía a un hijo de un noble ruso, recuerdo el poema El Albatros, de Baudelaire, donde se describe esta ave de los mares australes, cuyas alas abiertas alcanzan una envergadura de hasta cuatro metros de longitud, que contrasta con su cuerpo comparativamente pequeño, lo que casi les impide andar o lo hacen de forma ridícula. Es esta desproporción entre la belleza de su vuelo y su grotesco caminar la que inspiró a Baudelaire la metáfora cantada de comparar el albatros con el destino del poeta, objeto también de la general irrisión cuando se posa a ras de tierra.

Nadie se reía, sin embargo, de Nicolás de Staël, ni siquiera él mismo, aun cuando, ciertamente apasionado, le carcomían, a veces, las dudas. Se había aislado en Antibes para mejor cercar la luz desde las sombras. "Cuánto más la sombra sea precisa, fuerte e inevitable", había escrito, "hay más posibilidades de trabajar rápido, claro, febrilmente". Sus últimos cuadros, sin duda los mejores, parecían haberle orientado hacia esta luminosa ebriedad, cuya ansiosa pesquisa es la que los artistas buscan "como un sol nuevo planeando la muerte / que haga que en su cerebro se entreabran las flores". Estos versos de Baudelaire terminan su soneto titulado 'La muerte de los artistas', a los que insiste en considerar como seres voladores, también en la figura de Ícaro, cuyas quejas en otro poema describe así: "En vano quise del espacio / el medio y el fin encontrar; / bajo no sé qué ojo de fuego / siento que mi ala se ha quebrado".

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