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EXTRAVÍOS | EXTRA | Arte
Columna
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Ardid

Puestos a analizar los estragos de la genialidad, no es raro que todas las generaciones posrománticas se sintieran magnetizadas por esa novela breve de Balzac titulada La obra maestra desconocida, donde un superdotado pintor se encierra para llevar a cabo el cuadro perfecto hasta que descubre trágicamente la locura de su empeño. Aunque contextualizada en el siglo XVII, cuando era doctrinalmente posible la realización de una obra maestra, el concepto artístico de lo "absoluto" es, no obstante, un típico veneno moderno que hace perecer a sus víctimas de frustración. La fascinación de esta ponzoñosa novelita de Balzac ha infectado la mente de los mejores artistas de nuestra época y, en general, no acaba nunca de pasarse de moda, pues hoy se sigue reeditando -hay varias versiones en castellano- e, incluso, ha sido adaptada al cine por el director francés Jacques Rivette con el título de La bella mentirosa (1991).

Entre las posibles secuelas de este ardor artístico absolutista descrito por Balzac está también ese relato que escribió, en 1896, Herry James (1843-1915) con el título La figura de la alfombra (Impedimenta), recién publicado en nuestra lengua con una versión de Enrique Murillo. Es cierto que todas las tramas del gran novelista angloestadounidense giran sobre el enredo interminable de lo equívoco, pero lo original del planteamiento del relato que comentamos es que desplaza la ansiedad absolutista del creador al crítico, que no deja de ser el heraldo del público que consume cualquier tipo de obra de arte. De hecho, la intriga de La figura de la alfombra se basa en que un novelista de culto, llamado Hugh Vereker, desafía la curiosidad de un joven crítico autosatisfecho para que descubra la ignota clave de bóveda que ha armado la estructura de su producción literaria completa, algo que, según él, jamás ha conseguido ninguno de sus muy selectos admiradores. Lo que se desencadena después de este desafío, con no pocas trazas de monstruoso ardid, merece entregarse a la lectura de esta pequeña obra maestra malvada de Henry James, pero, como botón de muestra de la enajenada pasión absolutista de la crítica, es aleccionadora la declaración de uno de los personajes que afirma haber logrado descifrar el secreto de Vereker y estar dispuesto a hacer su "retrato literario" definitivo, que sería "algo así como el Van Dyck o el Velázquez de la crítica".

Tejida con gruesas lanas anudadas, pocas veces se repara en los motivos ornamentales de ese mullido objeto cotidiano que es la alfombra donde reposan nuestros pies, de manera que, bien porque nunca les prestamos la atención debida, bien porque la pelambre de su superficie se enreda en direcciones contrapuestas, casi nunca, en efecto, nos fijamos en la figura decorativa que hay allí inscrita. Es, pues, muy feliz la metáfora que emplea James para titular su novela porque nos avisa cómo el arte se nos muestra muy esquivo precisamente porque pone la realidad tan demasiado delante de nuestras propias narices que nos resulta invisible. De todas formas, no deja de ser curioso que, en nuestro mundo contemporáneo, la sed de absoluto se desplace al espectador y el artista sea un maestro del ardid.

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