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Reportaje:DE VIAJE

Cazadores de mitos

Los Ángeles es la ciudad de los mitos. Recorrer Mulholland Drive a través de la mirada de David Lynch representa toparse con el olor del desierto y de los sueños

Siempre quise ver Los Ángeles con los ojos de David Lynch y esta vez me aproximé a la Gran Pesadilla con la certeza de encontrar al menos una oreja perdida en una acera de Cahuenga Boulevard. Otros cazadores de mitos quizás lo han intentado de otra forma y con otros sentidos -bocas, culos, tetas, torsos, uñas pintadas, pestañas postizas- pero quizás no saben bien lo que es sentir una serpiente nadando en el estómago como en el fondo de una botella de mezcal, una electricidad desconocida subiendo por los cerros, el Día de Acción de Gracias ascendiendo los repechos de Mulholland Drive, ese nombre que con sólo pronunciarlo envenena mis sueños, ese portazo en la alta noche, esas piscinas donde flota el cadáver ahogado del remordimiento, el chasquido de la cerilla al encenderse que ilumina el maquillaje cuarteado de la estrella narcoléptica.

Así en el cine como en Los Ángeles. Todo falso este mundo sonámbulo, espinoso cactus que crece en un jardín español
Quiero volver a Mulholland Drive de noche, asomarme al mirador y ver las luces del valle de San Fernando

Siempre quise ver Los Ángeles con los ojos de David Lynch, es decir, perder un poco la memoria y no percibir si ese patio de Los Feliz corresponde a alguna estación del ánimo de los tiempos de Edward Weston y la gelatina de plata, si he estado con Jim Morrison en el Trobadour o si al frotarme los ojos todavía encuentro un rastro, una sombra de Marlene Dietrich y Charlton Heston en esa esquina de Venice Beach donde de repente me dicen y me doy perfecta cuenta de que se rodó Sed de mal, yo, iluso, que siempre creí que había sido en Tijuana...

Así en el cine como en Los Ángeles. Todo falso este mundo sonámbulo, espinoso cactus que crece en ese jardín español camino de Santa Bárbara, de la misión, del espíritu, entre viñedos que hablan francés y jardineros mexicanos, o ese vino que Coppola presenta como una superproducción de mafiosos que catan el cabernet sauvignon del valle de Sonoma, Sonoma, Gomorra, Cachumba Lake, Ventura, La Cienega, La Brea, este sol californiano de la Costa Oeste con un punto de sal y de niebla, langostinos sin cabeza en la pescadería, y de repente el disparo, sí, el disparo de una novela de Raymond Chandler en alguna de esas casitas de Culver City donde un traficante de poca monta decide poner fin a su vida en un hotel parecido a aquel de Barton Fink con John Turturro, sí, si queréis puedo deciros dónde encontrar ese hotel, dónde poder caminar sobre esa misma moqueta raída.

La noche anterior el fotógrafo Juan Gabriel Pérez Arjona me llevó a ver a las bailarinas a un garito de West Hollywood. Las fotografía como Degas desde hace años. Las bailarinas que alguna vez se asomaron a las cortinas de las películas de David Lynch en ese cabaret insomne, narcótico, lento como el opio y grasiento como una baba de caracol descendiendo por un traje de látex. La música de Angelo Badalamenti se activa en el cerebro y una mezcla de lascivia y melancolía se desata entre los consumidores de la noche Lynch: seres expulsados del paraíso, mujeres solas despedidas violentamente del asiento de atrás de un coche deportivo en una curva de Mulholland Drive. Suena la orquesta y la serpiente se enrosca en el palo, no se aceptan propinas, no se pronuncia palabra, no se intercambian favores, todo ocurre en el sueño: Degas, Lynch, Marlene, plumas y lentejuelas.

En este abrazo de Morfeo vuelven a aparecer las imágenes de esa falla valenciana que Murakami Takeshi ha montado en el MOCA, adolescentes pornoniponas de sexos depilados, seres ancestrales de las sagas medievales, cómics para mentes descerebradas y cuentos infantiles de habas gigantes que crecen y crecen hasta tocar los cielos mientras un coro tirolés festeja la ascensión de la nueva Heidi. En medio de la película millones de camisetas a la venta y una tienda de Louis Vuitton que por todo el morro graba en sus bolsos y maletas la serigrafía de este mago de la comunicación que acaba de conquistar al hombre que marca el compás de este cancán atolondrado: Snoop Doggy Dog.

¿Un rapero en un sueño Lynch? Quizás es la mala digestión del pavo de Acción de Gracias -no lo encontramos orgánico, pero vimos a uno de los Baldwin comprando brócoli- y esa serpiente que recorre la espalda del sueño: subimos desde Sepúlveda Boulevard y allí está esperándonos Mulholland Drive, la pista deslizante, el anillo del cascabel que sube por Bel Air y sigue por Santa Mónica, ya oliendo los incendios de esta noche en Malibú en la que los vientos del desierto y los fuegos provocados arrecian las villas de los ricos y amenazan los purasangres de los ricos, esos ricos que visten todos la misma bata de Hugh Hefner, Señor del Crepúsculo, fundador del Imperio del Conejo, que salen a su jardín, pisan el césped y ven arder, de repente, las palmeras, como una Jerusalén profana, una Jerusalén en Californication, conejitas corriendo, pechos de silicona ardiendo como los exvotos de Santa Teresa.

Por cierto, me has dicho que conoces a la cuidadora de perros de Anthony Kiedis y que Hillary Swank sólo toma verduras orgánicas en el restaurante francés donde eres camarera, me lo creo, me has dicho que Cate Blanchett hace de Bob Dylan cuando Bob Dylan era un afeminado, pero no sé si creerte, siempre me cuentas muchas películas, también me dices que me vas a llevar a la tienda donde compra los trajes Ben Harper -me encanta ese negro- y que tienes un pase para el Viper Room -esta noche tocan los Supersuckers-, pero yo sólo quiero volver a Mulholland Drive también de noche, asomarme al mirador y ver los millones de luces del valle de San Fernando y el coche de Naomi Watts ardiendo en el barranco, mientras el viento del desierto me da en la cara y olvido momentáneamente qué hago aquí en este sueño de bailarinas de Degas, en esta película sin argumento, hecha con las orejas cortadas de una película de David Lynch. -

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