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EXTRAVÍOS
Columna
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Espectro

Nathan Zuckerman, el sosias literario del escritor estadounidense Philip Roth (Newark, 1933), decide volver a Nueva York tras once años de retiro voluntario, al principio del cual le fue descubierto y curado un cáncer de próstata, no sin dejar algunas odiosas secuelas quirúrgicas. Se relata esta historia en la última novela de Roth, Sale el espectro (Mondadori), en la que enseguida nos enteramos de que el tratamiento médico que busca Zuckerman en la gran metrópoli para mejorar su incómoda incontinencia urinaria es una frágil excusa del hasta entonces convencido eremita. Como es fácil suponer, una vez que se ha salido del cenobio, el asalto del mundo está poco menos que garantizado, cayendo Zuckerman hasta en la más obvia y artera de las trampas, como la de enamorarse de una bella joven casada, con pujos de escritora, aun cuando él, con 71 años, le dobla sobradamente la edad y, encima, se ha quedado impotente. Es, en fin, como la vieja leyenda de Fausto, pero sin que intervenga ningún Mefistófeles para maquillar tanto quebranto. En un cierto momento de desesperada lucidez, Zuckerman recuerda algunos de los versos de Little Gidding, el último de los Cuatro cuartetos, de T. S. Eliot. Son los que describen el encuentro con un innominado "maestro muerto, conocido, olvidado, a medias recordado", al que el poeta le pide explicaciones, que el espectro de este escritor le proporciona con sentenciosa unción. Pero si Roth saca a pasear su espectro a través de Zuckerman, éste se topa con el del olvidado escritor E. I. Lonoff. Nos hallamos, así pues, ante una auténtica "sonata de espectros", acosados por una banda de jóvenes ambiciosos y desaprensivos.

El término espectro, procedente del latino spectrum, significa "simulacro" y, en especial, el de un muerto que ronda entre los vivos. Curiosamente, espectros y fantasmas son figuras que no han dejado de multiplicarse en nuestra sociedad secularizada, poco dispuesta a aceptar que la muerte es un auténtico final. Hay muchas formas, a cual más patética, de intentar vencer el mortal olvido, aunque ninguna al parecer comparativamente más segura que la de la inmortal fama, que los artistas y los intelectuales logran de forma incruenta. No obstante, anida en éstos la razonable sospecha de que posiblemente la posteridad, tarde o temprano, les juegue una mala pasada y sus esperanzas se vuelvan humo. Sea como sea, se comprende que Roth se haga el muerto y exorcice espectralmente su angustia. Indiscernible él mismo, el espectro nos conmina, dejándonos en una posición humillada. Nos juzga sin él poder ser juzgado, con lo que, según Derrida, tienen la función de encarnar la ley, con lo que, ¡ay!, la única posibilidad de que sea recordado un artista es como magistrado, lo cual es un parvo consuelo para un fantasma.

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