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LLAMADA EN ESPERA
Columna
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Pero ¿Frida qué?

Estrella de Diego

Hay una manía tan extendida como exasperante de llamar a las mujeres artistas por su nombre, así, sin apellido, como si fueran nuestras amigas de toda la vida. "¿Has visto la obra de Artemisia? ¿Has leído la biografía de Sofonisba? ¿Fuiste a la casa de Frida en tu viaje a México DF?". Se trata de un desenfado ridículo al que dan ganas de contestar con la única pregunta posible: pero ¿Frida qué?

¿A que no se le ocurre a nadie referirse en los mismos términos a Picasso o Shakespeare? Nunca en mi vida he oído decir lo inspirado que estuvo Pablo al pintar Las señoritas de Avignon ni he oído citar el Macbeth de William; ni hablar del museo de Salvador en Figueras. No parecería sólo una falta de precisión, sino de respeto hacia autoridades indiscutibles de la cultura que veneramos. Y sin embargo, se habla con naturalidad pasmosa de Gala o Maruja, como si las mujeres tuvieran encanto pero no apellido. O de Silvina, la amiga de Jorge Luis, claro. Vaya historia...

Estoy harta de oír hablar de mujeres sin apellido, harta de que a las mujeres se nos llame por nuestro nombre, pues este tipo de ocurrencias en el lenguaje tienen mucha más importancia de la que se cree. Sí, ya estoy oyendo las argumentaciones. La terna de los supergrandes maestros -Leonardo, Miguel Ángel y Rafael- también han perdido el apellido. Aunque los apellidos del Renacimiento son a veces una cosa extraña, a medio camino entre nombre y denominación de origen: nada que ver con el problema de las mujeres artistas. O quizás sí que estén relacionadas las dos omisiones. Ambos, los supergrandes maestros y las artistas, terminan por verse como excepcionales, si bien los primeros son las excepciones positivas que configuran nuestra absurda historia del arte canónica y las segundas un poco curiosidades de vaudeville. Su excepcionalidad fue de hecho lo que las excluyó de los museos. O de las salas, más bien: como no hay mucho sitio, antes Rivera que Frida, Caravaggio que Artemisia...

Menos mal que desde hace unos años las grandes maestras de la historia del arte -y no sólo las artistas a la moda que hacen arte feminista- han empezado a ser rescatadas por los museos internacionales de solvencia. Algunos, por aquí mismo -tened cuidado que os he vigilado-, han hecho desaparecer de las salas a las pocas mujeres entre sus colecciones, pero son los menos. Dirán que por problemas de argumento: yo creo que porque son unos antiguos. Bien es verdad que ciertas pintoras estaban ahí desde siempre, como la fabulosa Clara Peeters en el fabuloso Prado. La recuerdo todavía en la sala pequeña y compacta de mi adolescencia, compartiendo pared con otros exquisitos pintores de ese género que, en sí mismo, era denostado por la historia del arte más rancia... y más ignorante. Y me preguntaba si estaba allí, siendo una mujer, porque total da lo mismo: ¡total, si son naturalezas muertas, la más baja jerarquía dentro de las clasificaciones del arte!

Por eso, por todas esas mujeres sin apellido que durante tiempo han sido escamoteadas a nuestros ojos, oír que la brasileña Tarsila do Amaral regresa a Madrid es la mejor noticia. Estará en la Fundación Juan March desde la semana que viene y probará, una vez más, la fuerza inusitada de la Primera Modernidad brasileña -los años veinte y treinta- y la potencia de este personaje singularísimo que será un placer volver a ver para quien la conozca y un descubrimiento para quien no la haya visto antes. Así que esta vez aviso con tiempo: que nadie se pierda a Tarsila... do Amaral.

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