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Reportaje:DE VIAJE

Luanda, teatro del horror

En la capital angoleña, destrozada por la guerra, la vida y la cultura se abrían camino a través de exposiciones y representaciones teatrales que burlaban la guerra.

José María Ridao

En aquella Luanda todavía en guerra era difícil distinguir entre los estragos del abandono y los efectos de los combates en los días de la independencia, cuando tres grupos nacionalistas se enfrentaron calle por calle para ocupar el vacío de poder dejado por los portugueses. Hacia 1989, la centenaria ciudad colonial recordaba un organismo vivo, siempre a merced de cambios imprevistos que se incorporaban de inmediato a la rutina de los habitantes. Avenidas atestadas de tráfico hasta la víspera quedaban cortadas por un repentino e imponente socavón y, de inmediato, los conductores adoptaban un nuevo y tortuoso trayecto por las callejuelas colindantes, que se convertía en el trayecto habitual hasta que un nuevo socavón obligaba a modificarlo. Solares de tierra rojiza se poblaban de la noche a la mañana con decenas de fugitivos y, en un abrir y cerrar de ojos, los chavales recién llegados se incorporaban a los juegos de sus vecinos y los adultos se comportaban como si siempre hubieran vivido en aquella parte de la ciudad. Una mulemba gigantesca se desplomaba sobre una fachada tras una violenta tormenta tropical y, en apenas algunas jornadas, nuevos brotes asomaban entre los escombros, a los que, por otra parte, también se les había encontrado ya alguna utilidad sobrevenida.

El pintor António Ole quería que fuera allí, en Luanda, donde se admirase su obra excepcional
Luanda se pobló de mercados, en los que los supervivientes trataban de poner remedio a sus carencias cotidianas

La estabilización de los cambiantes frentes de guerra fuera de las áreas habitadas, según la estrategia adoptada por el ejército gubernamental para combatir a la poderosa guerrilla de Jonás Savimbi, había hecho de las ciudades de Angola y, en particular, de su capital, Luanda, un reducto para la supervivencia. Era incesante la llegada de columnas de camiones con la trasera atestada de refugiados, familias enteras que viajaban con un colchón y alguna cabra desde los territorios del sur y del este del país, donde los combates eran más mortíferos. Una ciudad que había alcanzado el medio millón de habitantes en los momentos de esplendor bajo la colonia albergaba ahora una población que superaba los dos millones y que se hacinaba en los mosseques, los laberínticos asentamientos de chabolas de los alrededores. Faltaba el agua, escaseaban los alimentos, los apagones eran continuos: a los sabotajes de la guerrilla se unía la creciente descomposición del comunismo angoleño, acentuada por un acontecimiento tan remoto como la caída del muro de Berlín. Luanda se pobló de mercados al aire libre, en los que los habitantes, los supervivientes, trataban de poner remedio a sus carencias cotidianas. Nadie logró saber de dónde partió la iniciativa, pero aquellos mercados ilegales aunque tolerados fueron siendo jocosamente bautizados con los títulos de las series brasileñas que retransmitía entonces la televisión estatal: Calha boca, Fera radical, Roque Santeiro.

Era sin duda el signo de que la precaria supervivencia que ofrecía Luanda iba más allá del simple hecho de poner a resguardo la vida de las personas; también ponía a resguardo de aquella interminable tragedia los atributos irrenunciables de la vida: un resto de humor amargo, el impetuoso desbordamiento de la fantasía, incluso la literatura, el arte. La primera impresión de Luanda no coincidía, así, con su realidad completa. Era preciso no dejarse abatir por la estremecedora visión de los refugiados, de los incontables mutilados por las minas, de los soldados que perdían la razón a causa de la brutalidad de los combates y deambulaban, solos o en grupo, por las calles atestadas y sucias, para encontrar el humilde consuelo que proporcionaban quienes, sin saberlo, habían hecho del consuelo su vocación. La guerra civil que prolongaba la guerra colonial, sumando dos décadas de violencia ininterrumpida, no había impedido que algunos habitantes de Luanda encontrasen la disposición de ánimo para consagrarse a la pintura y, además, el coraje para organizar exposiciones. Pese a que algunos de sus cuadros se exhibían en colecciones permanentes de Nueva York, el pintor António Ole quería que fuera allí, en Luanda, donde se admirase su obra, por muchas razones excepcional. Era en aquel microcosmos a la deriva donde tenían que contemplarse sus personajes desgarrados, sus naturalezas muertas, compuestas con arena teñida de las playas de Mussulu.

Pero entrar en contacto con la pintura de António Ole terminaba por llevar a otra de tantas manifestaciones subterráneas de la ciudad en guerra, ocultas por la devastación: el teatro de José Mena Abrantes, de quien era habitual escenarista. La compañía de Mena Abrantes, Elinga, ensayaba y estrenaba en un edificio ruinoso cerca de la Marginal, el antiguo paseo marítimo que construyeron los portugueses a lo largo de la bahía que abrazaba la ciudad. Tan importante como asistir a los estrenos era no faltar a los ensayos, en los que un puñado de actores y actrices vocacionales compaginaban su pasión por el teatro, que demostraban en cada representación pública, con una penetrante ironía acerca de las carencias cotidianas, los enredos amorosos, los partes militares, que sólo se manifestaba en los días de trabajo previo. Mena Abrantes estaba dando entonces los últimos retoques a la representación de una obra suya de título insólito, El último viaje del Príncipe Perfecto, una sucesión de escenas a bordo del buque de ese nombre que había hecho durante años la travesía entre Luanda y Lisboa, ambientadas en su singladura final, justo antes del desguace. La ciudad se mostraba al desnudo ante los ojos emocionados del espectador, el asedio que padecía representado por ese Príncipe Perfecto encaminándose a su cementerio marino, y la vida que albergaba en su interior encarnada por las historias entrecruzadas de unos personajes que confesaban sin pudor sus ambiciones y secretos.

Después de los largos minutos de aplausos que rubricaron el éxito de la obra el día de su estreno, salir a la ciudad que ya se preparaba para el toque de queda fue enfrentarse con una Luanda distinta de la que había permanecido afuera. Los vehículos militares se apostaban ya en cruces y avenidas, a lo lejos comenzaban los remotos disparos que punteaban las madrugadas y, de pronto, sonó la sirena de un buque, quizá dando a entender que Luanda era ahora el escenario real donde se prolongaba el viaje póstumo del Príncipe Perfecto.

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