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Reportaje:ARTE | Exposición

Realidad, barbarie y 'picassoficción'

La relación del artista con España tuvo luces, sombras y total oscuridad. ¿Y si todo hubiese sido distinto?

Al parecer, la última vez que Pablo Picasso pisó el territorio español fue en 1934. Entonces realizó un periplo por todo el país y recaló, como siempre, en Barcelona, no en vano era, al fin y al cabo, la ciudad con la que había mantenido y mantenía más contacto, donde vivían su madre y sus parientes, y donde aún tenía buenos amigos cuya amistad duraría toda la vida. En Barcelona visitó, justo antes de inaugurarse, la sala especial que le había dedicado el Museu d'Art de Catalunya, en el flamante Palau Nacional de Montjuïc. Presidía el espacio con honores el hermoso arlequín de 1917, pintado precisamente en la ciudad condal, que él había regalado hacía tiempo a la Junta de Museus barcelonesa intuyendo que, de todas, aquélla era la obra que podía conectar mejor con el noucentismo y su posterior retorno al orden. Junto a esa obra maestra del periodo neoclásico, estaban en Montjuïc las obras azules y rosas, recién compradas por la institución, que el coleccionista Lluís Plandiura había adquirido a propietarios catalanes salvándolas de la diáspora de cuadros importantes del malagueño que no paraban de emigrar al extranjero sin billete de vuelta, dadas las altas cotas que alcanzaban en el mercado internacional.

En el fondo, aquí siempre se le hizo un caso relativo, aun siendo famoso en el extranjero
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Visto con el tiempo, este viaje de 1934 sería muy simbólico, como una gran panorámica de despedida y, quizás, una premonición de todo lo que se avecinaba y que le alejaría para siempre de su país. Picasso, que había sido primero español y luego bastante catalán -dentro de lo comedido-, muy pronto sería definitivamente francés, aun a pesar de sus potentes raíces ibéricas, a las que jamás renunciaría. Hacía tiempo que se presentaba en la sección francesa en eventos internacionales como el premio de pintura de Pittsburgh, organizado por el Carnegie Institute. El concurso más importante, entonces, del arte occidental.

Justo en enero de 1936, Picasso debía volver a España para inaugurar una gran exposición organizada, no sin polémica, por el ADLAN en Barcelona y que luego viajaba a Madrid. Era la primera retrospectiva que se le dedicaba en la península Ibérica. En el fondo, aquí siempre se le había hecho un caso relativo, aun siendo tan famoso en el extranjero. A la hora de la verdad, el artista no pudo venir y mandó a su inseparable secretario Jaume Sabartés y al poeta Paul Éluard, para que le representaran. Unos meses más tarde, pasó lo que pasó, y Picasso manifestó abiertamente sus simpatías y sus odios y, justo en ese preciso momento, volvió a ser español. Fue nombrado director del Museo del Prado, recibió el encargo del Guernica, una de sus obras cumbre, ridiculizó tanto como pudo a Franco, pero no volvió a pisar su país. Curiosamente, no se llevó mal con algunos alemanes cultos cuando invadieron París, y les vendió pintura; incluso a su marchante, Daniel-Henry Kahnweiler, no le representó un desastre económico la Segunda Guerra Mundial; dado su origen judío, se escondió tras el nombre de su cuñada Louise Leiris y continuó el negocio, en un momento en que el dinero parecía valer poco y, quizás, era mejor transformarlo en buenas especias.

Mientras, en la España franquista de la larga posguerra, Picasso continuaba siendo la gran bestia negra. No será hasta bien entrados los años cincuenta que su obra no volverá a estar presente en el panorama artístico, a partir de la barcelonesa Sala Gaspar, que mantendrá estrecho contacto con él y Kahnweiler, pero no asistirá a sus propias inauguraciones, permanecerá en sus trece. Mantendrá contacto con muchos españoles republicanos en el exilio; los amigos catalanes, de antes y de ahora, irán a visitarle a París o al sur de Francia y mantendrán intacta la amistad. Esta nueva etapa culminará con la inauguración en Barcelona del Museu Picasso, con los fondos del Museu d'Art de Catalunya y las donaciones de Sabartés; más adelante, el mismo artista, orgulloso de tenerlo, irá regalando todo el material que guardaba su madre en la capital catalana además de series completas de grabados y sus famosos lienzos inspirados en Las Meninas velazquianas. Será su primer y único museo monográfico abierto en vida.

Dos años antes de su muerte, revivirá el odio de la ultraderecha nacional. En noviembre de 1971, la madrileña Galería Theo inaugura una exposición de la Suite Vollard, la obra gráfica maestra de Picasso. Al poco, un grupo de jóvenes neofascistas entra en el local, encadenan la puerta, vierten ácido por el suelo y las paredes, rompen los cristales de los cuadros y acuchillan los grabados. Como una esperpéntica metáfora del Guernica. La memoria histórica está llena de sabañones. De los 28 ejemplares expuestos, 24 sufren daños irreparables. Elvira González, entonces copropietaria del establecimiento, aún guarda los fragmentos de la obra destrozada. Realidad pura y dura. Por lo menos, los autores fueron detenidos y encarcelados en Carabanchel. La exposición coetánea de la Sala Gaspar en Barcelona exigió escolta policial las 24 horas del día, y le fue concedida no fuera que la euforia salvaje se repitiera y el país quedara sumido en el patetismo más espantoso a escala internacional. Picasso murió antes que Franco y no pudo ver cómo el Guernica entraba glorioso a España, a pesar de que su ubicación fuera discutida.

¿Qué habría pasado si el 17 de julio de 1936, Franco y Mola se hubieran ido a dormir como cualquier otro día, indignados pero no revueltos? ¿Y al día siguiente, por la tarde, sus respectivas esposas se hubieran sentado como siempre a tomar horchata bochincheando, pero sin más? Y así, sucesivamente, hasta 1939, 1940, 1950... El Guernica nunca habría existido pero Picasso sí, y cabe suponer que habría continuado visitando su querido país de origen, realizando exposiciones, ampliando amistades. A lo mejor, todas esas maravillas que ahora vemos puntualmente en el Reina Sofía y esos valiosos antojos estéticos, de Cézanne, Renoir, Rousseau o Matisse, que se muestran en Barcelona no serían sólo propiedad del Gobierno francés. Si las cosas hubieran ido de otro modo, quién sabe si los museos españoles también habrían tenido una parte sustanciosa del espléndido pastel.

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