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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Salamina, ida y vuelta

Marcos Ordóñez

Tal como yo lo veo, Soldados de Salamina es la historia de un hombre que busca (Cercas), un hombre que se esfuma (Sánchez Mazas) y un hombre que permanece (Miralles). Un detective (es decir, un escritor), un jerarca fascista (y casi un shandy, por cobardía o por desecación) y un soldado republicano que se niega a ser un héroe, es decir, a ser fosa común o estatua. Joan Ollé y Julie Sermon, que también son detectives, algo así como la respuesta franco-catalana a Tommy y Tuppence Beresford, han investigado teatralmente sobre la indagación novelesca de Javier Cercas. El resultado acaba de llegar al Romea barcelonés, con producción de Bitó, los reyes de Temporada Alta, y a partir del 15 de mayo podrá verse en el Centro Cultural de la Villa de Madrid. Es un espectáculo honesto, riguroso, con dos grandes interpretaciones: Lluís Marco, en el rol de Sánchez Mazas, y Carlos Álvarez-Novoa como Miralles. Joan Ollé adscribe la función al género de "teatro-documento". Quizás tenga, a ratos, un cierto aire de "lectura dramatizada", con exceso de información, pero predomina una esencial teatralidad. Ollé es de los pocos directores que cree en la fuerza y el peso de la palabra desnuda, medida, "bien dicha", como música de cámara o cámara de ecos. Para jugar a ese juego hay que tener un oído muy bien entrenado, y eso se refleja también en la estructura, que comienza con una suerte de obertura polifónica, sigue con un adagio entre lúgubre y ostinato y acaba con un andante a dúo: aunque el personaje de Miralles sea casi paralítico, su palabra no cesa de moverse, de viajar a través del recuerdo. La obertura y el adagio nos llegan a través de un tul translúcido: el velo de la memoria, el sepia de una antigua fotografía. Cinco voces (Isabelle Bres, Karla Junyent, Xavier Ruano, Manel Sans, Gonzalo Cunill) frente a otros tantos micrófonos recitan, como en un oratorio, fragmentos de la historia que vendrá: son los "amigos del bosque" de Santa María de Cullell, en Girona, que ampararon al jerarca en su huida tras el fusilamiento, y el propio Cercas, y su interrogante y burlona compañera, y Ollé y Sermon. Frases que brotan y se hunden para reaparecer en otros contextos; estribillos obsesivos, cadencias recurrentes. La voz de Sánchez Mazas emerge a ratos envuelta en un crujido eléctrico, como si emitiera desde la Radio Sevilla de Queipo de Llano. Un arranque sugestivo y enigmático, pero con una excesiva tendencia a la cuquez, muy en la línea Ollé-chic de La isla del tesoro. Y me temo que un tanto innecesario: si se suprimiera ese prólogo y saltáramos directamente a la segunda parte creo que la función se entendería igual. Tampoco ayuda el vestuario de los oficiantes, que hace pensar en el puente de mando del Enterprise o el consejo de ministros de Dune rediseñado por Toni Miró.

Sobre Soldados de Salamina, en versión teatral de Joan Ollé y Julie Sermon, en el Romea, de Barcelona

El gran tour de force de la obra es su segundo movimiento. Sánchez Mazas (o, mejor, su fantasma) habla en primera persona: la parte central de la novela, inteligentísimamente condensada. Las voces (ahora llamadas "escribientes") complementan la cronología. Flota una luz de otoño irremediable o de invierno eterno, gentileza del gran Lionel Spycher, que levanta al fondo una enorme bandera española, lámina de hielo o mortaja desleída a fuerza de envolver cadáveres en su nombre. Flamea, en su lugar, como un pañuelo de fiesta, la gran imagen de la novela: la evocación del miliciano bailando con su fusil a los sones de Suspiros de España. En algún lado leí que los milicianos llamaban a su fusil "la novia morena". Aquí la he visto bailar gracias al extraordinario Lluís Marco, paradójicamente inmóvil como una estatua que cobra vida en un monólogo interpretado y dirigido línea a línea: el mejor trabajo de su carrera. A muchos les recordará, en el tono y en la hondura, a Emilio Gutiérrez Caba. La entonación "de época" no tiene un átomo burlesco ni denigratorio. Como Cercas, Ollé intenta comprender al esquivo y contradictorio personaje y "le permite" (cosa rara, en estos tiempos de blanco o negro) explicarse, mostrarse en todos sus matices. Sus armas son voz y palabra, y rostro: unos ojos que parecen mirar desde el pozo de una infinita derrota. Aquí se narra la crónica de un enigma, una derrota vital, una esfumación: el Speer del fascismo español poco a poco convertido en una silla vacía en un consejo de ministros, un sillón sin discurso en la Academia, tres asteriscos bajo sus terceras de Abc, una olvidada calle en Bilbao.

Suspiros de España vuelve una y otra vez, a cargo de Serrat, de Albertí, de Comelade, de la Sinfónica de Madrid. Me falta el último cromo, el definitivo: el caracolillo, como un garfio en la tripa, de Estrellita Castro.

En la tercera parte cae el tul. Estamos en un presente eternizado, luminoso. Gonzalo Cunill es Cercas. Narra su búsqueda, sus diálogos con Bolaño, sus reflexiones. Cunill es un gran actor, pero su sobriedad tiene aquí un punto quizás demasiado solemne. A su coraje le falta humor y le sobra una melancolía un tanto sombrona. El coro sigue suministrando información sobre el personaje de Miralles, hasta que Cercas/Cunill llega al asilo francés, al Stockton de Fat City, el territorio donde quien pierde gana. Durante la conversación final (ficticia o no, da lo mismo: verídica) relumbra el impecable Novoa, con su barba de hidalgo y sus ojos como tizones: un Miralles feroz, vitalísimo, lúcidamente amargo, y, sobre todo, invicto. Una vez más, la emoción surge de la palabra. No nos conmueve tanto el reclamado abrazo entre el escritor/detective y el héroe sobrevivido (de ahí su amargura: "No hay héroes, joven. Todos los héroes están muertos") sino el instante en el que recita, puro iceberg de Hemingway, los nombres de los compañeros muertos que siempre caminarán a su lado. Quizás la adaptación, dramáticamente hablando, debería acabar con el rotundo "no" que marca su renuncia al pedestal y deja abierto el misterio, en vez de cerrarse con la reflexión moral de Cercas, óptima para la novela pero no, sugiero, para rematar en punta este notable espectáculo.

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