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Reportaje:TEATRO | Reportaje

Wajdi Mouawad reinventa la tragedia

Javier Vallejo

Wajdi Mouawad. Retengan este nombre. Es el artista asociado y el protagonista absoluto del Festival de Aviñón 2009. ¿Qué decir de él? Los calificativos no le cuadran, porque su trabajo es sustantivo. Cualquier elogio le quedaría como un lamparón, o un colgajo. Es un poeta del escenario. Sólo eso. Escribe con la respiración rítmica del corredor de fondo. Vivió en su Beirut natal hasta los ocho años. Allí, desde lo alto de un edificio, vio cómo un autobús repleto de refugiados palestinos era acribillado por las milicias cristianas, al comienzo de la guerra civil libanesa. Sus padres se lo llevaron a París. Seis años después tuvieron que abandonar Francia. En Montreal, él y su familia corrieron mejor suerte. "En el exilio, tuve que buscarme algo con lo que recrear el espacio de felicidad de mi infancia, algo que volviera a ponerme en relación con la naturaleza", dice. Y ese algo fue el teatro. Empezó a dirigir, a actuar y a escribir, ¡con qué resultados! En el mastodóntico patio central del palacio de los Papas de Aviñón, Mouawad presenta la semana próxima la columna vertebral de su trabajo: Littoral, Incendies y Fôrets, trilogía de once horas de duración, representada de sol a sol por actores canadienses y franceses.

Es un poeta del escenario. Sólo eso. Escribe con la respiración rítmica del corredor de fondo

No hay que valorar este acontecimiento al peso. Espectáculos de largometraje hay muchos. Los de Mouawad nos remiten a las tetralogías griegas: son tragedia pura. Vean si no, Incendies, donde la chispa que prende el fuego es, como en Antígona, un muerto reciente que no encuentra descanso. Nawal, en su testamento, deja un mandato a sus hijos gemelos: han de buscar a su padre, al que creían muerto, y a un hermano cuya existencia ignoraban, y entregarles un sobre cerrado a cada uno. Los chicos no están por la labor, pero el deseo de desvelar su origen acaba embarcándoles de regreso a Líbano, su país natal, que no se nombra pero se intuye. Incendies cruza tres historias entroncadas: la de Nawal, desde que se quedó embarazada, con 15 años, hasta su muerte; la historia de ese primer hijo, de quien la separaron nada más nacer y a quien buscó durante toda su vida, para reencontrarlo en circunstancias límite, y la historia de la nueva búsqueda, emprendida por sus gemelos. Pero con ser emocionante lo que Mouawad cuenta, lo que nos conmueve definitivamente es cómo lo cuenta: sin un tiempo muerto, sin un oscuro, solapando escenas de un modo que yo no había visto jamás. Los protagonistas de una escena comparten espacio con los de la siguiente, que entran en acción lenta, amortiguadamente, antes de que les llegue el turno, en una escenografía sencillísima, versión contemporánea de la vela tendida de lado a lado que usara Lope de Rueda, con una luz tridimensional y unos actores capaces de atravesarte el hígado diciendo un monólogo de espaldas. ¡Qué monólogos! El de Andrée Lachapelle (Nawal), clavada durante nueve minutos, sin mover un músculo, los brazos pegados al cuerpo, horadando con su relato una sima más honda cada vez, eleva la humedad relativa del aire un treinta por ciento y encamina al auditorio entero hacia una catarsis cierta. La espectadora de mi derecha no contiene las lágrimas, la de mi izquierda hace pucheros, como la que está a su lado, y la de detrás, y yo me uno a ellas sin más resistencia.

Pierre Menard reescribió el Quijote al pie de la letra, pero cambió sustancialmente el sentido de la novela cervantina, nos cuenta Borges en Pierre Menard, autor del Quijote. En Incendies, Wajdi Mouawad revive Edipo rey con otra letra y otra peripecia. Su tragedia conserva íntegro el aliento de la de Sófocles, aunque su héroe trágico ya no sea un príncipe tebano, ni un viajante orillado por la Gran Depresión, y ni siquiera sea varón: Nawal es la mujer de cualquier país en guerra, humillada, violada e inseminada por el enemigo. Hace falta generosidad para dibujar un final como el de Incendies, que coincide con la anagnórisis: al leer en las dos cartas de Nawal (dichas por ella en voz alta) que es hijo suyo y padre de sus hermanos, Nihad, su violador, se queda mudo, inmóvil, seco, en un lateral de la escena. Al fondo, el notario Hermile Lebel comienza a tender una lona traslúcida para resguardarse de un orbayu repentino y persistente, y los demás personajes se van poniendo a su lado, uno a uno. Por un instante eterno, quedan congelados ese grupo compacto y el moralmente monstruoso Nihad, que, fuera de la lona, gira la cabeza hacia ellos, se les acerca, y se pone también a cubierto. En esa imagen fija y muda del grupo bajo la lluvia cristalizan las palabras póstumas de Nawal, pronunciadas por el notario al inicio del espectáculo: "Ahora que estamos juntos, todo va mejor". Créanme. La ovación que Incendies se llevó en su penúltima función en Madrid es la mayor y más cerrada que haya escuchado en un teatro español en los últimos años. Todo el público salió conmovido, es decir, movido por emoción idéntica.

Me detengo en Incendies porque se representó aquí antes que en París y que en Aviñón gracias al ojo de Pilar Yzaguirre, ex directora del Festival de Otoño, que se lo propuso al Teatro Español. En otoño de 2010, este espectáculo y Littoral o Forêts estarán un mes en Madrid y otro en gira por España. Antes de Incendies, Mouawad montó Trainspotting, Disco Pigs, Viaje al borde de la noche, Manuscrito encontrado en Zaragoza, El Quijote, y, claro, Edipo rey y Las troyanas, tragedias que le mostraron un camino nuevo. "En 1992, pedí una beca para ir a Líbano. Salí de allí con 8 años, y regresé a los 25", dice en Le Sang des promesses, libro de notas de dirección que se publica la semana próxima (Actes Sud/Leméac). "Pretendía volver a un país que había acabado por ser un fantasma en mi memoria, con la esperanza de que lo que en la infancia viví como una suma de horrores no fuera más que un mal sueño. Pero mi ilusión se esfumó. Ver los lugares olvidados fue un recuerdo espantoso, que me transportó a un pasado real. No fue tanto un viaje iniciático como una odisea, porque la odisea es un retorno hacia sí mismo". De ese viaje, y de uno por La Mancha, nació en 1997 Littoral, otra historia sobre la muerte, la herencia y el regreso a los orígenes. Wilfrid, su protagonista, recibe una llamada mientras hace el amor, en el momento del éxtasis: su padre ha muerto. Como su familia le impide enterrarlo junto a mamá porque lo culpan de que la dejase morir en el parto de Wilfrid, éste, de común acuerdo con el cadáver, decide sepultarlo en su país de origen. Pero allí los cementerios están a reventar por la guerra, y se ven obligados a emprender un peregrinaje infinito.

Mouawad escribe a pie de escenario, con sus actores arriba: les pregunta qué les gustaría hacer, y lo incorpora. Ensaya diez meses, en los que el texto se va cociendo a fuego lento. Maneja al dedillo recursos narrativos novedosos: en una sola escena simultanea épocas y lugares, y desdobla un personaje en edades diferentes. Wilfrid, por ejemplo, está a la vez en una oficina, en el tanatorio y en una tienda, hablando con un empleado en cada sitio. Y su madre, muerta, conversa simultáneamente con su marido cuando era joven, cuando estaba en la edad madura y ahora que es un cadáver. Lo que otro haría en tres escenas, Mouawad lo resuelve en una. Ante su manejo del tiempo, el flash back es un recurso obsoleto. Su teatro supera al cine en flexibilidad narrativa.

Forêts, cierre en falso de la trilogía, es un viaje alucinante por el árbol genealógico de Loup, joven desarraigada, y de Aimée, su madre, que ha desarrollado un tumor maligno en torno al embrión de un hermano gemelo, hipertrofiado e inserto en su propio cuerpo. Un paleontólogo y un psiquiatra les guían raíces adentro, hasta llegar a la última capa freática. La obra más compleja de Mouawad se desarrolla sincrónicamente a fecha de hoy, durante las dos guerras mundiales y durante la guerra francoprusiana de 1870. "Hacía mucho que soñaba con un espectáculo que explorase la cuestión del odio entre pueblos hermanos instalado por razones oscuras, que se remontan varias generaciones. Del odio ancestral. Enseguida pensé en Palestina, pero me pareció difícil hacer teatro de un acontecimiento actual sin traicionarlo. Leyendo Platón y Europa, de Jan Patocka, reparé en el odio entre alemanes y franceses. Y buscando un personaje histórico cuya vida atravesara las tres últimas guerras francoalemanas, di con Pétain: Forêts comienza cuando Pétain estaba en edad de jugar con Rimbaud a las canicas".

Ciels, broche de lo que ya es una tetralogía, y estreno absoluto en Aviñón, "viene a contradecir, en fondo y forma, cuanto defienden los tres espectáculos anteriores: la importancia de la memoria, la sed de infinito, la búsqueda de un sentido a la vida. Eso son cosas que pueden perder el mundo", dice.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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