_
_
_
_
_
OIGO LO QUE VEO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Zarzuelerías

Este año es el del centenario de la muerte de Ruperto Chapí, un autor sobre todo de zarzuelas, ese género que ha dado por igual obras maestras y ejemplos abominables de música ratonera, como pasa en la ópera. Chapí, que no era madrileño, traza en La revoltosa un retrato genial de ese casticismo inexistente en el fondo que crearon otros foráneos como el salmantino Tomás Bretón y canonizó para el teatro un alicantino como Carlos Arniches. La mitología madrileña es, pues, moderna y artificiosa, lo que no quiere decir que no haya dado frutos y, sobre todo, que, volviendo a la zarzuela, éstos hayan sido filtrados por el tiempo, que sirve, entre otras cosas, para construir la memoria.

Se intenta una y otra vez hacer de la zarzuela un arte perdurable, y escenógrafos como Calixto Bieito, Emilio Sagi o Marina Bollaín han conseguido que los más jóvenes se crean las cuitas de un cajista de imprenta comido por los celos o de un mecánico que hace tiempo que acude al taller sin saber a qué. Y, sin embargo, uno no puede escuchar otra zarzuela que la que ha ido llegando en los discos viejos pasados al compacto por firmas como Aria o Blue Moon. Grabaciones antiguas pero no rancias -de poco antes o poco después de la Guerra Civil- cuyas voces y ruidos nos llevan a un tiempo ido en el que los espectadores se quedaban en su butaca durante los intermedios a cantar las romanzas y los coros leyendo sus letras que aparecían en el telón, como ya poseídas por un público que al salir las haría suyas para siempre. Son los celos y el desamor y la lucha de clases dichos por voces que aquel mismo tiempo ha hecho levemente gatunas en ellas, de chulería impostada las de ellos.

Escuchar Los claveles de Serrano por Amparo Romo o La eterna canción de Sorozábal por Manuel Gas es sumergirse en el pasado que se vence a sí mismo desde la imposibilidad absoluta de su vuelta pero también desde la dignidad de una impronta popular que no molesta como puede hacerlo la copla, sucesión de historias de un pueblo que se engolfa con la desgracia de quien no tiene quien le quiera o el orgullo requintado en la jaca o el sombrero.

Por eso cada vez me gustan menos esas coplas y le concedo a la zarzuela un plus de sabiduría que nace también de la modestia de sus autores, triunfadores en su día muchos de ellos, dueños de su decisión de quedarse en eso. Ahí está Pablo Sorozábal, un músico capaz de escribir una pieza con Pío Baroja de libretista -Adiós a la bohemia- que es la historia más amarga jamás contada por la música española y llenar de detalles de grandeza esa otra bien distinta que es La del manojo de rosas. Sorozábal, el siempre cabreado, el vasco más madrileño de todos los tiempos y el madrileño más vasco que vieron los siglos. -

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_