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Reportaje:TEATRO

La comedia humana de Mnouchkine

El Théâtre du Soleil renueva la narrativa teatral con su estreno en París de Les Éphémères, un impresionante drama de ocho horas dirigido por Arianne Mnouchkine

Javier Vallejo

A mediodía, cincuenta minutos antes de que Les Éphémères comience, el graderío doble, de aire decimonónico, está a reventar: creí que esto sólo pasaba hoy en el fútbol. Tres personas acomodan a los rezagados. Una es Arianne Mnouchkine, directora del Théâtre du Soleil, que arrima el hombro como uno más. Tengo suerte: queda un escaño libre en la segunda fila de la grada oeste. El público se fotografía: eso tampoco lo había visto en un teatro. Éste bulle como un cine de barrio. El escenario, central, es el más largo y estrecho que haya visto jamás: con dar dos pasos, los espectadores de uno y otro lado nos encontraríamos en medio. En los extremos, hay dos portones con telones corredizos. Mnouchkine advierte: "Cuando se abran, entrará una corriente que en las primeras filas será insoportable. Les rogamos que acepten estas mantas". Mientras nos arropamos, comienza el espectáculo. Por el portón derecho, sobre una plataforma circular rodante, entran la verja y la puerta de una casita, con el cartel de "se vende". Detrás, viene una mujer. Se queda mirando el cartel melancólicamente, abre la puerta con llave y, al atravesarla, aparece otra plataforma con el salón, por el lado opuesto. Camina hasta allí. Se sienta. Un hombre joven ve el cartel y llama. Ella le abre, le hace pasar al salón, le ofrece ver el jardín. La puerta con el cartel desaparece por donde vino, el salón se desliza hasta ocupar su lugar y el jardín mencionado aparece por el lado opuesto. La propietaria y el comprador entran en él. Narro esta secuencia con detalle para que visualicen esas tres plataformas, deslizándose a ras de suelo en una dirección, con sus escenografías respectivas, y los actores atravesándolas limpiamente en dirección contraria. Es un travelling con todas las de la ley, resuelto sin pantalla, cámara ni gadget tecnológico alguno. Mnouchkine ha trasladado el lenguaje cinematográfico al teatro con una inventiva alucinante. Sólo por eso, este espectáculo vale lo que dura. Pero es que, además, nos tiene en vilo. Fíjense: no sabemos nada de la dueña de la casa ni del comprador, pero cuando su abogado le extiende un papel para que firme el compromiso de venta y ella se queda pensativa, deseamos profundamente que se eche atrás. Sin habernos puesto en antecedentes, Mnouchkine consigue que nos pongamos en el pellejo de quien parece estar vendiendo a su pesar, empujada quién sabe por qué giro de la fortuna. Y en cuanto la mujer firma, todo y todos se esfuman, entran personajes nuevos en sus platós rodantes, y comienza otra historia.

Mnouchkine deja respirar estas historias, les da tiempo a que sucedan por debajo. Por eso son tan emocionantes

En Les Éphémères (Los efímeros) hay una docena de historias que se entrecruzan, se interrumpen, reaparecen y confluyen. Alguna vale por sí sola el espectáculo entero. Si tuviera que escoger una, me quedaría con la de Sandra, el transexual que sorprende a cuatro niñas espiándole a través de la puerta de la calle. Tres salen zumbando. La cuarta se queda paralizada. "¿Qué quieres?", le dice mirándola a los ojos. "¿Saber si soy un hombre o una mujer? Soy una mujer, pero fui un hombre. Se lo conté a mi madre y lo aceptó". "¿Y tu padre?", le pregunta la niña. "Mi padre es otra cosa... ¿Cómo te llevas tú con tu madre?". "Mi madre murió", responde, y sentimos un fogonazo invisible. Sin decirlo, se acaba de sellar una adopción: Sandra entra a coger una llamada, la niña tarda en seguirle y, como la conversación dura, se acomoda y le enciende las velitas de su tarta de cumpleaños. Sandra las sopla. Pone la tele. La vida sigue y yo lagrimeo.

Mnouchkine deja respirar estas historias, les da tiempo a que sucedan por debajo. Por eso son tan emocionantes. Pertenecen al acervo íntimo de los actores. Están vivas. Hablan de vínculos que creamos, de huellas que dejamos, de ilusiones rotas y de la felicidad. Sus protagonistas son gente como usted y como yo: antihéroes que pasan sin pena ni gloria, arrastrados por el río de la vida. Les resumo otro par de escenas, y acabo. En una, un hombre, arrodillado ante una mujer sentada, le cura amorosamente las heridas de la cara. La plataforma sobre la que están gira sobre sí misma, de modo que vemos sus rostros alternativamente, en un travelling circular. Una niña llega de la calle con la bolsa de la compra. El hombre la revisa, no encuentra tabaco, le mira amenazador, le grita. En una fracción de segundo, leemos la situación al revés: es un marido violento, reparando sus destrozos para volver a empezar. Y aquí va la última: un tipo, todo mostachos y barriga, está sentado en la cocina. Una joven de trenza rubia le pone la mesa en silencio, mete algo en el horno, hace mil labores pequeñas en tiempo real. Cuando la comida está lista, le sirve abundantemente y se sirve poco. De súbito, él se desploma sobre el plato de espaguetis. Ella va a socorrerlo..., pero estrangula su impulso. Lo mira largamente, y comienza a comer. Si nos ponemos en su lugar, sentimos cierto alivio.

La primera parte de Les Éphémères se hace corta. En medio, hay una pausa para que los cómicos metan en escena dos carros con jarras de agua y bandejas de galletas y los espectadores bajemos a compartirlas bulliciosamente, servidos por los propios actores. Durante el descanso, de una hora, la mayoría aprovechamos para cenar sobre el escenario principal del Théâtre du Soleil, convertido en ambigú gigantesco. El menú indio es barato y está riquísimo, las conversaciones son animadas y el ambiente es festivo: estamos celebrando algo.

No voy a buscarle las vueltas a este espectáculo, que las tiene. Me quedo con su espíritu trágico, aunque al final coquetee con el melodrama. Después de montar tres shakespeares, la epopeya de Norodom Sihanouk, rey de Camboya y el ciclo de Los Átridas, Monouchkine y compañía se han puesto a explorar la dimensión trágica del hombre corriente. Hay que contar la historia de Edipo, sí, pero también la del vecino del quinto. Uno no es más importante que el otro y, puestos a escoger, el vecino es nuestro prójimo y Edipo sólo una sombra.

Queda un detalle fundamental: estos personajes hiperreales y los actores que los interpretan son, de algún modo, marionetas que entran y salen de escena empujadas silenciosamente por los actores que mueven las plataformas rodantes. Éstos, en penumbra, vestidos de negro y absortos en lo que los otros hacen, son metáfora del destino, de la clase social, de la educación y de cuantas circunstancias, cuando vienen mal dadas, convierten la vida en una marcha agotadora contra el viento.

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Les Éphémères. Théâtre du Soleil. París. Hasta el 20 de abril. Rinderhalle St. Marx. Viena. Del 3 al 7 de mayo. Comédie de Saint-Etienne. Saint-Etienne. Del 22 de mayo al 8 de junio.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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