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Entrevista:Gérard Mortier | MÚSICA

"La ópera es cada día más necesaria"

Las estanterías repletas de libros dejan muy poco espacio libre en las paredes de la sencilla casa de Gérard Mortier en Gante (Bélgica), lugar donde nació el 25 de noviembre de 1943. Hay lugar, no obstante, para dos inmensos carteles de las óperas Così fan tutte y La finta giardiniera, de Mozart, ambas de su periodo como director artístico de La Monnaie de Bruselas, la primera con puesta en escena de Luc Bondy y la segunda del matrimonio Hermann. También, en el vestíbulo de entrada, hay un gran óleo colorista de Agustín Ibarrola, pintor por el que tiene una admiración comparable a la que siente por el inclasificable artista Bill Viola. Los libros, la pintura, Mozart, son temas obligados para una primera aproximación a Gérard Mortier. Educado en los jesuitas, de carácter introvertido en sus años juveniles, trabajó desde muy joven en una panadería en el puerto ayudando a su madre, afectada de una enfermedad de pulmón después de la guerra. "Siempre he admirado las inquietudes artísticas de mi familia. Las de mi padre estaban centradas en la literatura, las de mi madre, en la música. Incluso tengo una hermana más joven que yo que era devota de Elvis Presley y Johnny Hallyday", dice con una ironía tierna. Estudió Derecho en la Universidad y se licenció también en Comunicaciones.

"Ante el individualismo que propician la televisión o Internet, es imprescindible una ópera emocional, de encuentro colectivo"
"En primer lugar, la ópera es una forma de teatro y, en segundo lugar, el teatro es un ritual"

Cuando tenía 11 años vio su primera ópera, La flauta mágica, origen de una pasión permanente por Mozart. A los 19 años visitó por primera vez el festival de Salzburgo, donde volvería los diez años siguientes, y creó una asociación para la promoción de la ópera en Gante con conferencias para jóvenes y visitas al extranjero. En 1967 comenzó a trabajar en la Ópera de Flandes, y cuando tenía 29 años Christoph von Dohnányi le invitó a ser director adjunto de la ópera de Francfort. Allí estaría cuatro años, dos más en Hamburgo, y luego desembarcaría en París de la mano de Liebermann de 1979 a 1981. El paso siguiente fue el decisivo de Bruselas.

"La ópera es un arte relativamente joven. La pintura, la escritura, la música, son temas muy antiguos. Además, no procede de la India o China, sino que ha surgido de Europa, es algo específico de nuestro continente. La ópera se creó en una cámara científica, no representaba la voluntad del pueblo. Era la voluntad de algunos hombres letrados, cultos, que buscaban una forma de retorno a las esencias de la tragedia griega. Su naturaleza es controvertida. La ópera se plantea como una dialéctica. Existe en toda su historia una lucha entre querer ser una forma de diversión o convertirse en un gran arte para enriquecer y producir la catarsis de la tragedia griega". Sus palabras son una primera toma de posición. En su década prodigiosa, de 1981 a 1991, al frente de La Monnaie de Bruselas, multiplicó por 7 el número de abonados, pasando de 2.000 a 14.000, con un pie en Mozart y otro en los compositores del siglo XX, dobló los presupuestos, creó una orquesta joven y reivindicó los valores escénicos invitando a una nueva generación de figuras teatrales. "En primer lugar, la ópera es una forma de teatro y, en segundo lugar, el teatro es un ritual. Cada elemento del teatro -los trajes, el movimiento, los decorados- tiene que ser parte del ritual y, por tanto, debe ser diferente de lo que se ve en la realidad. Un bosque, un mar, deben producir una ilusión absoluta".

"Yo amo la escena pero amo

más la música. De hecho, tengo formación musical y no teatral. Lo que es central en la ópera no es la orquesta sino el cantante. El ballet es el teatro del movimiento y la ópera es el teatro del canto. El ser humano tiene dos formas innatas de comunicarse: el baile y el canto. Desde el vientre de la madre". De Bruselas a Salzburgo. Nada más llegar puso en su nuevo despacho una fotografía de Thomas Bernhard. Las cosas claras, desde el comienzo. En la ciudad natal de Mozart estuvo, con una gestión brillante y controvertida, desde 1992 hasta 2001. Fue criticado con saña por algunos sectores y admirado por otros. Después de su marcha, fue añorado por casi todos. Cuando reapareció en Salzburgo, varios años después, lo hizo en loor de multitudes del brazo de Eliette von Karajan, viuda del célebre director musical. "Hubo dos periodos en mi estancia en Salzburgo, con un punto de inflexión más o menos en El caballero de la rosa. El primero tuvo como objetivo principal la reivindicación del teatro, tratando de recuperar el espíritu de los primeros años del festival y en concreto la ideología de Hugo von Hofmannsthal, uno de sus creadores. Invité a los grandes directores de escena que nunca habían ido allí, como Herbert Wernicke, Luc Bondy, Klaus Michael Grüber, los Hermann. El segundo periodo fue más radical y experimental, con propuestas de, por ejemplo, Marthaler o La Fura dels Baus, y estuvo marcado también por mis enfrentamientos con Haider y la extrema derecha, con provocaciones seguramente excesivas, vistas desde ahora, como la de El murciélago. En cualquier caso, creo que la ópera debe convertirse en el Arca de Noé de la civilización occidental en los tiempos modernos. La ópera es un punto de encuentro de todas las artes. Eso es lo que pretendí prioritariamente en Salzburgo".

La primera Trienal del Ruhr, de 2002 a 2004 inclusive, vino a ser como un punto de inflexión, con una revaloración de los espacios industriales y una búsqueda de públicos poco familiarizados con la música teatral. "Para mí fue un periodo de reflexión, de meditación, que me llevó, si cabe más allá, a la convicción de la necesidad de la ópera en nuestro tiempo. Ante el individualismo que propician la televisión o Internet, es imprescindible una ópera emocional, de encuentro colectivo, en los antípodas del peligroso entusiasmo que provocan los estadios deportivos. Quiero decir también que la gran felicidad que nos puede dar la ópera hoy no es abandonar el teatro y decir que el tenor ha cantado maravillosamente. Es sentir que nos hemos divertido y a la vez hemos recibido respuestas sobre nuestras angustias. De esta manera, la ópera es una expresión sublime de nuestra cultura".

La gran baza de su primera temporada en París ha sido la incorporación a la ópera de Bill Viola, en una representación de Tristan und Isolde maravillosamente cantada, y dirigida por Salonen y Sellars al borde de la perfección. Para su segunda temporada, recién iniciada, Mortier tiene dos ases en la recámara, la presentación en la Ópera de París de la extraordinaria ópera Cardillac, de Hindemith, con Kent Nagano y Angela Denoke, entre otros, que se estrena hoy y se presenta hasta el 20 de octubre, y el estreno mundial de una ópera de Kaija Saariaho y Amin Maalouf, con Salonen y Sellars, una vez más juntos, el 30 de marzo de 2006.

Gérard Mortier, director de la Ópera Nacional de París.
Gérard Mortier, director de la Ópera Nacional de París.MANUEL ESCALERA

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