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Crónica:DON DE GENTES
Crónica
Texto informativo con interpretación

El aplausómetro

Elvira Lindo

He viajado a Colombia y, con lo que me ha pasado en el avión, he pensado: "¡Oh, Dios mío, si nos estrellamos, moriré en medio de un concurso literario, qué vergüenza!".

LOS NIÑOS DEL MUNDO se dividen en dos grandes grupos:

a) Inocentones: los que miran el truco del mago con la boca abierta y cuando el mago les saca un huevo de la oreja pasan la tarde pensando cómo es posible que durante los ocho años que llevan habitando el planeta Tierra no hubieran advertido que tenían un huevo dentro del cráneo, al lado de la oreja. Cuando ya se rinden los Inocentones y deciden que hay cosas en este mundo que no tienen explicación y que es mejor tener fe sin más, comienzan a darle vueltas a una segunda cosa: ¿y cómo sabía el mago que ellos tenían un huevo dentro de la cabeza, quién se lo había dicho, eh?

b) Hijoputillas: se dice de aquellos otros niños que miran el truco del mago con la ceja levantada, intentando, desde que el espectáculo empieza, pillar al mago en un fallo, en un renuncio, localizar el cordón, el mecanismo que hace que el mago se saque el huevo de la manga y lo coloque con una rapidez supercalifragilística en la oreja del niño voluntario. El hijoputilla se ríe del Mago, se ríe del voluntario, se ríe de los niños Inocentes.

No es por insultar, pero está demostrado por neurobiólogos de todo el mundo que cada español lleva dentro de sí un hijoputilla. Más o menos desarrollado, pero lo lleva. Es genético, probablemente sea un bultillo que tenemos en el hipotálamo o por ahí cerca. Puede que en un futuro se pueda operar con láser, pero, a día de hoy, no hay español que se libre de su hijoputilla (incluidos los habitantes de las Comunidades Históricas). En realidad, podemos vivir con este lastre aunque nos impida disfrutar de la inocencia, y nos dota de un repelente sentido del ridículo. El hijoputilla nos dificulta el aprendizaje de los idiomas, por ejemplo. Me lo dijo un profesor de inglés: al español le da vergüenza imitar los acentos, así que se empeña en conservar el suyo y además se ríe de los españoles que intentan imitar la música de otra lengua. Los tacha de snobs o directamente de gilipollas. El hijoputilla tiene muy mala lengua. Al hijoputilla todos los extranjeros le parecen tontos. Los americanos hablan como Doña Croqueta y son infantiles; los ingleses, tan estirados que son ridículos; los franceses, pretenciosos y sin gracia; los japoneses, alienados; los portugueses, tristes; los latinoamericanos, lentos y demasiado educaditos... Y en medio de toda esa impresionante masa humana, el hijoputilla brilla, riéndose del mundo entero menos de él mismo, por supuesto. Yo, una hijoputilla de a pie, me encontraba este mismo miércoles en un avión con destino al Caribe. Ahora está muy de moda decir que el tiempo en el avión es fabuloso para trabajar, hasta el punto de que se ha convertido en un lugar común, y como yo no me puedo resistir a los lugares comunes, me senté en mi asiento de camino a Cartagena de Indias y decidí dedicar el vuelo a pensar unos cuantos temas candentes para este artículo que ustedes hoy tienen la inmensa suerte de leer. Pensé: ¿Literatura y Caribe? ¿Literatura y guayabera? ¿Literatura y transpiración? ¿Consecuencias fatales del jet lag sobre la literatura del siglo XXI? ¿Podrán acabar los congresos de escritores de una vez por todas con la literatura? En esas estaba cuando en el avión ocurrió algo verdaderamente extraordinario. Dos aeromozas de belleza insultante, como casi todas las colombianas, tomaron sendos micrófonos y anunciaron, haciendo gala del mejor español del mundo, que iban a repartir entre los pasajeros un papel en blanco para hacer un concurso. Se trataba de que los pasajeros hiciéramos una rima con Avianca, la compañía en la que viajábamos, y otras palabras relacionadas con el evento cultural cartagenero que se desarrolla esta semana, como Hay Festival o Literatura. Un poco por ahí. Nos daba un cuartito de hora. Luego pasaban a recoger los papeles, una mano inocente tomaba tres papeletas del saco y las aeromozas leían las tres poesías en voz alta. También se requería la colaboración del pasajero para el fallo: debíamos aplaudir con más o menos entusiasmo según el ingenio del poema y era finalmente la potencia del aplauso lo que decidía quién sería el ganador. El ganador, por cierto, se llevaba un tickete (billete) de avión y el orgullo, no te lo pierdas, de ver reproducido su poema en un libro de poemas editado, por lo que he podido investigar, por la misma Avianca. A la hijoputilla que llevo dentro le dio un ataque de risa incontenible y como estaba la pobre sola buscó desesperadamente alguna mirada cómplice entre los viajeros cercanos. Pero no, amigos, no la encontró. Mientras la hijoputilla reía a mandíbula batiente, el resto de los viajeros estaba dedicado en cuerpo y alma a ejecutar la rima. Ella, la hijoputilla, tan digna, tan fisna, no se dignaba a apuntar nada, pero inventaba rimas mentalmente sin querer: "¡Mírala / no es manca / y viaja en Avianca!". "Soy una potranca / y viajo en Avianca"... y por el estilo. Las simpáticas aeromozas recogieron las papeletas. "Yo no", les dije, como dejando claro qué tipo de persona soy. El resto de pasajeros votaron con ese sistema infalible que inventó Kiko Ledgard y que marcó toda una época: el aplausómetro. La hijoputilla que esto escribe no aplaudió. Ella no se relaja, ella siempre piensa que siempre hay un español sentado en el asiento de atrás dispuesto a reírse de ella. Pero el resto de los viajeros montaron un gran cachondeo soltando bravos a la rima más conseguida. Maldita sea, no tomé nota, pero sé que la cosa iba de altura y cultura. El viajero ganador se levantó a recoger su tickete. Aplausos. El avión empezó a descender yéndose de un lado a otro como un avioncillo de papel. Mientras la hijoputilla rezaba un formulario: "Señor mío Jesucristo", que es lo que hace siempre al despegar y al aterrizar, pensó: "¡Oh, Dios mío, si nos estrellamos, moriré en medio de un concurso literario, qué vergüenza!".

Castillo de San Felipe, en Cartagena de Indias (Colombia).
Castillo de San Felipe, en Cartagena de Indias (Colombia).AFP

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.
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