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DON DE GENTES
Columna
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La venganza de Hillary

Elvira Lindo

LOS EXHIBICIONISTAS ya no son lo que eran. Aquellos que se iban a las puertas de los colegios o esperaban en los parques para abrirse la gabardina, enseñar su cosita y que las feroces niñas de los institutos nos muriéramos de risa, hoy, perdonen la nostalgia, no son ni sombra de lo que fueron. Me encontraba el miércoles con un amigo en una cafetería de la Gran Patata, disfrutando de los beneficios de este mi exilio exterior -por ejemplo, de esos grandes ventanales que bajan hasta el suelo y ofrecen la mejor perspectiva del va y viene de la calle y sus monstruos, que aquí son legión-, cuando de pronto pasa un hombre de unos cincuenta aferrado con las dos manos al mango del paraguas. El hombre se para en seco, apoya el paraguas abierto en el suelo, y así, bajo la lluvia, como si quisiera dotar a su acto de un componente dramático no ajeno a la estética cinematográfica, se acerca a nuestra cristalera, concretamente a una mesa de señoras en sus cincuenta, y mirándolas fijamente el hombre va y abre la chaqueta. Los ojos se nos fueron -a las señoras, a mi amigo, a mí, a los camareros- a la zona referente a la bragueta. Pensamos, como es natural, que por ahí andaría el siguiente paso. Pero no. Lo que hizo el hombre fue subirse la camiseta y enseñar una barriga enorme y peluda. Las mujeres gritaron "¡aaahhh!", llevándose las manos a la boca. El camarero, de origen polaco, dijo: "¡Cómo no se va a amar esta ciudad!". Y mi amigo y yo, que como todo español llevamos un pequeño sociólogo corroyéndonos las entrañas y deseando salir y soltar una teoría, nos preguntamos que adónde va un país en el que en vez de enseñar el pene (lo llamo así porque los exhibicionistas la suelen tener bastante chica) lo que se enseña es la panza. Todo se derrumba. Pudiera ser que la dureza del castigo penal haya conseguido acabar con el delito más patético de la historia, o pudiera ser que en una sociedad en la que se ha decretado la gordura como la enfermedad nacional, enseñar la panza sea un acto de incorrección política. Lo que está claro es que esto es sólo el principio. Siempre ocurre. Hace dos años vi por primera vez en el metro a una chica con la cara tatuada. Ya no es una excepción. El tatuaje se convierte en algo adictivo en este país de adictos: comienza por las manos y va ganando terreno hasta alcanzar al cuello. Todo convertido en religión, todo elevado a creencia. Creyentes del tatuajismo. Pero volvamos a la irrupción de nuestro simpático exhibicionista. Su presencia cortó el alegre discurrir de la que era la conversación mañanera que saltaba de boca en boca: el vuelco de las elecciones. Esas elecciones cuya complejidad nos cuesta entender salvo cuando nos las explica José Manuel Calvo, corresponsal y, sin embargo, amigo; periodista y, sin embargo, informado. Había un nombre propio que de pronto se distinguía entre el rumor de las conversaciones: Hillary. Aunque sea Nancy Pelosi la demócrata que reúne más capacidad de decisión tras estas elecciones, la victoria de Hillary, superando ampliamente el número de votos de las anteriores elecciones, tiene unos componentes tan atractivos que raro será que no acabe en película, aunque para que la película quede redonda, de la misma forma que Capote esperó a que ahorcaran a "sus asesinos" para rematar A sangre fría, Hillary debería acabar siendo la presidenta para que la historia tenga el colofón que se espera en las películas de cierta épica política en el cine americano: Hillary cantando el himno con la mano en el corazón, y el consorte a su lado, pero un pasito detrás. Esta posible escena le pone la sonrisa en la boca a mucha gente. Que una señora que tuvo que aceptar vivir en segundo plano cuando tenía ambición y recursos para estar en el primero; que fue literalmente apartada de asuntos como el de la sanidad pública por la inquina que despertaba entre republicanos y demócratas tan conservadores como los del partido oponente; que sacrificaron su cabeza pensante para que a Clinton le dejaran respirar; que se la describió y describe como arrogante y suficiente; que tuvo que soportar que los morbosos detalles de la infidelidad de Bill fueran objeto de risa y de ira; que sus enemigos atribuyeran la dignidad con la que esta señora llevó la situación alegando que sólo una mujer tan poco femenina, a la que en realidad los devaneos de su marido le importaban un pimiento (salvo por el hecho de que fueran tan lejos que le costaran la presidencia), puede aguantar el tipo de esa manera. No se sabe cuántos platos de venganza fría se comería Hillary esta semana, pero en su sonrisa se adivinaba que estaba atiborrada. En esa sonrisa en la que dicen que hay casi tantas operaciones como en la de Nancy Pelosi. Y qué. Habrá que acostumbrarse a que las políticas se hagan retoques. Su cara es su cara, y, no lo duden, hoy día hasta Bréznev se habría depilado las cejas. Pero, aunque como dijo un día Felipe González, "es imposible predecir futuribles", los futuribles son la sal de la vida. Y por qué no deleitarse con este futurible: Hillary despachando en el mismo lugar en que su consorte cometió el pecadillo, Hillary viendo cómo la cortejan todos aquellos que en el pasado la denigraron. El poder es lo que tiene, que está lleno de pelotas. Y a todo esto, Bill dando vueltas en bata y zapatillas por los pasillos. Es un futurible divertido. Aunque sé que en España lo correcto es decir que nada de esto importa, que aquí son iguales unos que otros, todos vasallos de este imperio en descomposición, yo, perdónenme pero discúlpenme, creo en la virtud de la pequeña diferencia. No es lo mismo enseñar el pene que la panza, por poner un ejemplo al buen tuntún.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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