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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Abril en París

1

- En el avión de ida a París, leo la novela Naturaleza infiel, de Cristina Grande, donde la autora teje con talento una dramática gramática familiar en un virtuoso tapiz de escenas. De vez en cuando, con su humor de veneno raro y sin apenas levantar la voz, la narradora demuestra que nunca le faltaron ideas en medio de tanta virtud: "Imaginaba cómo yo misma iba apuñalando uno tras otro a mis hermanos y a toda mi familia, y cómo después me cortaba las venas".

2

- Regreso a Vaneau. Dos años después de la última visita. Vaneau es una calle de París, pero hace tiempo que la siento ya como una casa. Es una casa en la que hay un hotel, el Suède, que es un lugar discreto, idóneo para ocultarse. El hotel pertenece al mundo real, pero también al de las ficciones y, cuando se impone la tendencia ficcional, me muevo por sus pasillos como si llevara tiempo allí escondido. No es poca la sorpresa cuando me pasan en recepción una tarjeta de visita que dice: "Por azar me hospedo en el mismo hotel que usted. Le pido mil disculpas por haberle descubierto en su guarida". Es el señor Werneck, editor brasileño, amigo de unos amigos de Chile. Me parece extraño, pero no mucho más que otras cosas que en este hotel ocurren. De hecho, lo más extraño aún no ha llegado. Por la noche, cuando regrese de ver la exposición de Sophie Calle en la antigua Biblioteca Nacional, me entregarán en la minúscula recepción -descubro que todo el misterio del hotel pasa por ese pequeño sitio- una carta que abriré en mi cuarto quedándome, al principio, sin entender nada, y luego, al entenderlo, quedándome totalmente perplejo al ver que es un mensaje que alguien me dejó allí hace dos años y que ahora, con notable retraso y supongo que pensando que más vale tarde que nunca, el hotel me entrega. La carta deshace, con desdichada tardanza, un malentendido que me llevó a pensar muy mal -sólo ahora sé que injustamente, pero ya es tarde- de una persona de la que esperaba mucho y de la que ahora ya no puedo esperar nada, y más cuando ella tampoco espera ya nada de mí. Un desastre.

3

- Por un momento, en la antigua Biblioteca Nacional, sentado frente al vídeo de Maria de Medeiros, creo ver a lo lejos a la propia Sophie Calle, con una gabardina muy mojada por la lluvia y un bolso exageradamente seco sobre el hombro. Pero pronto decido que no puede ser que ella camine como un fantasma por su propia exposición. Seguramente me ha traicionado mi naturaleza, infiel a la realidad. Al salir a la calle, reencuentro el frío templado del día de abril y veo que todavía llueve y que la ciudad parece invadida por gabardinas a lo Sophie Calle y paraguas de Cherbourg. Minutos después, al pasar por delante del hotel Victoria, veo que una placa recuerda que allí pasó una temporada la escritora Edith Sitwell. Y me acuerdo entonces de sus últimos días en silla de ruedas, y de cuando un amigo le preguntó cómo se encontraba, y ella le dijo: "Me estoy muriendo, pero por lo demás, bien".

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4

- En la librería L'Écume des Pages adquiero diversos libros. Trieste dans mes souvenirs, de Giani Stuparich; Daniel, de François Jonquet (una semblanza del actor Daniel Emilfork, hecha por uno de sus mejores amigos); Contes carnivores, de Bernard Quiriny; Le rapport Stein, de José Carlos Llop, un libro muy bien acogido en Francia; el número de abril de La Nouvelle Revue Française, con el homenaje que Linda Lé y Antonio Lobo Antunes le rinden a Christian Bourgois, el gran editor recientemente fallecido; Mes enfers, del alemán Jacob Elias Poritzky (1876-1935); Plein été, de Colette Fellous; Les oreilles du loup, la versión francesa de la novela de Antonio Ungar, un excelente escritor colombiano que vive actualmente en Palestina.

5

- Me habría gustado vivir en la audaz Maison de Verre, construida en 1931 en la Rue Saint-Guillaume de París. Sólo he visto sus interiores en un vídeo, pero sé que es mi casa ideal. En mi anterior viaje a París intenté verla al menos desde fuera (es burocráticamente muy complejo obtener un permiso para visitar el interior), pero no recordaba en qué número de la Rue Saint-Guillaume se encontraba y no sabía, además, que no era visible desde la calle, por lo que no hubo forma de dar con ella. Ahora, encontrándome a cuatro pasos del lugar, llamo a Barcelona para que me digan el número y tratar de ver al menos qué oculta la visión de la casa desde la calle, pero de nuevo fracaso en mi intento de localizar el exterior de mi admirado interior.

A modo de compensación, en la esquina de Saint-Guillaume con el Boulevard Saint-Germain, en el número 202, encuentro la mansión y las buhardillas del poeta Apollinaire. En un quiosco cercano compro el último número de la ultramoderna Technikart y doy allí con un artículo de Antoni Casas Ros, el famoso escritor invisible, absolutamente de moda en París. En su texto el autor de El teorema de Almodóvar reivindica el derecho del escritor a no hacer nada, a tomarse todo el tiempo que necesite para la lenta eclosión de sus gérmenes. Imagino al hombre invisible sin hacer nada y luego miro hacia la casa de Apollinaire y me acuerdo de los objetos y rarezas que él y su mayordomo robaban sistemáticamente en el Louvre todas las mañanas y que fueron acumulando, a lo largo de los años, en las buhardillas del inmueble. Eran otros tiempos, sin duda. Eran días en los que aún se podía ir de excursión a robar al Louvre.

En el vuelo de regreso leo el relato largo La isla, del triestino Giani Stuparich (1891-1961), publicado por Minúscula. Me impresiona. Es una obra maestra, una historia de vida y muerte, vista con la luz más despiadada y objetiva del más hermoso de los días. Me ocuparé otro día de ese intenso relato, porque hoy me parece que apenas tengo tiempo, y mañana salgo hacia Praga.

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