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Columna
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Alguien tenía que decirlo

Josep Ramoneda

No sé si, como algunos dicen, la huelga general de mañana será el suicidio de los sindicatos. Más bien el suicidio habría sido dejar pasar en silencio el giro estruendoso que Zapatero dio a su política contra la crisis. Alguien tenía que decir de forma clara que este no es el camino, que una salida de la crisis al servicio del poder financiero, principal responsable de la crisis, es un fracaso. Salvo que, como teme el ex ministro de Asuntos Exteriores francés Hubert Vedrine, demos por hecho que "los europeos no aspiran a otra cosa que devenir una gran Suiza". Alguien tenía que alzar la voz en nombre de los que no queremos este destino, ni queremos resignarnos a la idea de que Zapatero está atado de pies y manos y no puede hacer otra cosa que la que hace.

Las anteriores huelgas fueron el principio del fin de González y de Aznar. ¿Ocurrirá lo mismo en este caso?

Lo sindicatos estorban. Desde que Thatcher los aplastó en el Reino Unido, el tiro al sindicalista ha sido el deporte favorito en los sectores más conservadores de la sociedad. El argumento con que disimular las ganas de allanarse el camino con la reducción de los derechos sociales siempre es el mismo: los sindicatos son un anacronismo. Solo defienden a los trabajadores instalados, les tienen sin cuidado los parados y los inmigrantes. Es más, con su defensa de la élite de la clase trabajadora impiden el desarrollo del empleo juvenil y la integración de la inmigración.

Como en todo argumento, hay en él algo de cierto. La cultura sindical nació en un contexto muy distinto del actual, en que la clase obrera podía verse como un todo más o menos homogéneo y los trabajadores tenían muchos intereses en común. Esta unidad en torno a la clase obrera era su fuerza, su verdadera capacidad de intimidación, en un capitalismo en que los empresarios dependían mucho más de los trabajadores que ahora. Ahora la idea de clase obrera se ha deshilachado, hay infinitos grupos de trabajadores con intereses sensiblemente distintos, que, a menudo, entran en conflicto entre ellos. Los sindicatos han evolucionado, pero no han encontrado el modo de representar un espectro de intereses tan amplio, con lo cual su fuerza sigue dependiendo en buena parte de lo que queda de la gran industria tradicional. Es en las grandes empresas y en la función pública donde encuentran su campo de acción y de reclutamiento. Su campo tiende a estrecharse. Por dos razones: porque hay mucha gente sin trabajo o con trabajo precario que no encuentra en ellos ninguna ayuda, ninguna defensa de sus necesidades, y porque después de más de 20 años de hegemonía conservadora, la cultura de lo individual, de la negatividad de las relaciones societarias, ha calado y se ha impuesto la ley del sálvese quien pueda. Los sindicatos tendrán que ganarse su futuro en un terreno que la crisis ha hecho todavía más hostil para ellos. Pero las fantasías sobre la desaparición de los sindicatos son peligrosas: cuando los mecanismos de compensación desaparecen, hay vía libre para los oportunismos más populistas.

En España, los sindicatos habían trenzado una sólida relación con el Gobierno de Zapatero, a partir del compromiso de este en políticas solemnizadas como de izquierdas. El idilio se rompió, porque el presidente se asustó y dio un giro vertiginoso a su estrategia. Otro sector social de peso se sentía engañado por Zapatero. Sin embargo, esta huelga no tiene el componente de resentimiento y alta tensión con el que manda, que se vivió en las huelgas contra González y contra Aznar. Nadie quiere arriesgar en un momento en que la gente se siente especialmente insegura. Los sindicatos, a pesar de todo, prefieren a Zapatero, que hace lo que hace porque se siente atrapado, antes que a Rajoy, que sería mucho más radical en la reforma laboral y en la de las pensiones, porque es lo que cree que hay que hacer.

En el pasado, tanto González como Aznar acabaron cediendo y negociando lo que había sido causa de la huelga. El Gobierno asegura que la reforma laboral no tiene marcha atrás, a pesar de que sus propios Presupuestos para 2011 anuncian su fracaso, al estimar una tasa de paro para el año próximo del 19,3%. Pero el presidente ya ofrece negociar las pensiones. Los sindicatos necesitan algún premio que les redima de los recelos de muchos trabajadores. Las anteriores huelgas fueron el principio del fin de González y de Aznar. ¿Ocurrirá lo mismo en este caso? ¿O quizá el principio del fin de Zapatero hace ya cierto tiempo que empezó?

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