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Columna
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¿Alumnos peores, conocimientos mayores?

Joan Subirats

No tengo duda alguna de que el conjunto de niños y adolescentes que hoy visitan las aulas de nuestras escuelas y facultades tienen un nivel formativo y acumulan un conjunto de habilidades y conocimientos que no tiene parangón en cualquier momento histórico anterior. Ante todo, por que son muchos más que nunca, ya que desde hace tiempo estudiar como mínimo hasta los 16 años ya no es privilegio de algunos. Y segundo, porque la facilidad de acceso a información de todo tipo y la capacidad de disponer de la misma han incrementado exponencialmente el volumen de conocimientos disponible. A pesar de ello, las noticias que paulatinamente van apareciendo sobre nuestros sistemas educativos apuntan a un estado lamentable de los mismos. Esa contradicción tiene una parte de explicación en los efectos que la democratización de la enseñanza ha generado y en el hecho de que los que antes no tenían ni acceso a las aulas hoy suman en las estadísticas de buenos y malos resultados, cuando además el sistema ha sido capaz de incorporar a muchos recién llegados al país en un tiempo récord.

"Los alumnos actuales son más activos e inquietos de lo que lo éramos yo mismo y mis coetáneos"

Si trazamos un recorrido histórico de dos décadas, la conclusión es que la educación del país ha mejorado de manera muy notable en ese periodo, y lo ha hecho incorporando a jóvenes que antes tenían muchas más dificultades para acceder a los niveles superiores de la enseñanza, a niños y adolescentes procedentes de otros países en los que probablemente no hubieran accedido a esos niveles educativos, y -como nunca antes- a las mujeres. Dicho esto, es evidente que seguimos teniendo viejos problemas (los niveles educativos de los adultos son tremendamente negativos y no resisten comparación alguna con los de los países a los que queremos compararnos) y nuevas preocupaciones (el alto nivel de fracaso escolar y de transición a los niveles posobligatorios de los adolescentes, aunque en este tema muchos otros países muestran problemas similares).

Las alarmas que se han ido activando en los últimos tiempos han puesto más de relieve los aspectos problemáticos y las carencias que las fortalezas que han permitido esos grandes cambios estructurales. Y en ciertas ocasiones, los medios de comunicación han simplificado las evidentes complejidades del escenario educativo, buscando aquellos titulares que más llamativamente refuerzan ciertos prejuicios y apriorismos. En ese contexto deberíamos ver cómo se ha publicitado el reciente estudio de la Fundación SM que, bajo la dirección de Álvaro Marchesi, trataba de analizar las relaciones entre jóvenes docentes y sus colegas más veteranos. El estudio, realizado a través de un cuestionario enviado a más de 4.000 docentes y que fue contestado por unos 1.700 profesores, incluía una pregunta que no venía muy a cuento con relación al tema central del estudio y que de hecho ocupaba sólo uno de los 57 gráficos que resumían los principales hallazgos del tema jóvenes docentes-docentes experimentados. En esa pregunta se pedía la opinión del conjunto de los profesores sobre qué valoración hacían de los alumnos actuales con relación a los de hace unos años. La pregunta, planteada de manera equívoca desde mi punto de vista, permitía escoger entre las siguientes alternativas: "tienen más conocimientos", "son más felices", "son peores que los de hace unos años", "tienen más sentido de la justicia", "son similares a los de hace unos años". Como puede fácilmente observarse, no parece que sea sensato escoger entre alternativas que no tienen por qué ser excluyentes. Un alumno puede ser feliz y tener un gran sentido de la justicia, y comportarse peor, o puede perfectamente ser un pedazo de pan, desde la perspectiva del docente, y ser más bien infeliz y abúlico ante problemas colectivos.

Los periódicos del día 9 de octubre, que recogían las explicaciones de la rueda de prensa realizada por los impulsores del estudio, titulaban sin excepción: "Los alumnos de ahora son peores que los de hace años". La afirmación se basaba en el hecho de que el 55,5 % de los 1.600 profesores implicados en la encuesta así lo afirmaban, mientras que el resto dividía sus opciones entre "son similares" (26,3%), "son más felices" (7,3%), "tienen más conocimientos" (4,5%) o "tienen más sentido de la justicia" (2,2%). Los que más de acuerdo estaban con el empeoramiento de los alumnos eran los profesores que llevaban más de 30 años en la docencia, seguidos muy de cerca por los que llevaban menos de cuatro años. A la hora de explicar ese resultado, el resumen del estudio accesible en la web de la Fundación SM menciona los cambios sociales acaecidos, la mayor permisividad de los padres y el menor respeto hacia el profesor. En la rueda de prensa se mencionó también que "les cuesta más aprender, atender y estarse quietos". Los promotores del estudio quitaron hierro al tema asegurando que para los docentes "cualquier tiempo pasada fue mejor".

No salgo de mi asombro. Mi experiencia docente y mi experiencia como padre más bien me indica que los alumnos actuales son mucho más activos, inquietos e inconformistas de lo que éramos yo mismo y mis coetáneos 30 o 40 años atrás, actitudes todas ellas imprescindibles para moverse en un escenario de conocimientos constantemente cambiante. Sin duda esos tiempos no eran mejores que los actuales para muchos de los que teníamos que aguantar una pedagogía obsoleta, jerárquica, autoritaria y metodológicamente deductiva. Confundimos constantemente los temas. No dudo de las dificultades de los docentes en momentos como los actuales, en que todo se mueve, y cuando otros agentes de socialización y formación han tendido a delegar en la escuela muchas de las tareas que antes se compartían. Pero no hay nada peor que endosar la carga de la situación educativa a los alumnos, culpabilizándolos de problemas que deben ser compartidos y asumidos de manera colectiva.

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