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Años de vino y rosas

Antón Costas

Entre postal y postal de las que nos desean felicidad y prosperidad para el nuevo año, me ha dado por leer estos días navideños los informes de coyuntura que varios servicios de estudios de la banca y las cajas publican a finales de diciembre para chequear cómo está la economía y qué nos puede traer para el próximo año. Es decir, el futuro inmediato de nuestro bienestar material.

Inevitablemente, su lectura me trae a la memoria un comentario del economista norteamericano Paul Krugman que dice que hay dos tipos de libros de economía: los escritos en griego, porque están en una jerga técnica que hace que nadie que no pertenezca a la secta profesional de los economistas los pueda entender, y los de sube y baja, porque te llenan de cifras que acaban mareándote como si te hubieses subido a un tobogán.

Ahora les hablo de los del segundo tipo. Más allá del sube y baja de las cifras que manejan, estos informes nos prometen para 2007 y el 2008 continuación de la felicidad material que venimos disfrutando (unos más que otros) desde hace 10 años. La actividad económica seguirá siendo elevada; el empleo seguirá creciendo; el paro, bajando hasta situarse por primera vez en muchos años por debajo del 8%; la construcción y el turismo mantendrán su ritmo, aunque con tendencia a moderar su crecimiento, y la industria y la exportación recuperarán protagonismo. Todo esto hará que los ingresos públicos continúen creciendo y que el gasto público pueda ser generoso, sin que por ello se deteriore el equilibrio presupuestario. Aparentemente, un escenario idílico para los dos próximos años.

Más allá de 2008 ya no es terreno propicio para los pronósticos basados exclusivamente en datos. Ése es el campo de las "expectativas", la "confianza" y el "clima" que respiran los actores económicos. Situados en ese horizonte de medio plazo, los analistas de la coyuntura tienen dudas acerca de que esta felicidad material que vivimos desde hace años pueda mantenerse en el futuro.

Volviendo al presente, el comportamiento de la economía española y, por tanto, de la catalana en estos 10 últimos años ha sido espectacular. Ni los más optimistas podían imaginar a principios de los años noventa, cuando se puso en marcha el proceso que había de conducirnos a la unión económica y monetaria europea y al euro, que nuestra economía tendría tanto éxito. Desde fuera, muchos hablan del milagro español de esta década, y nos miran con envidia.

Comenzamos ese proceso formando parte del grupo de países de la UE que los eurócratas, en su jerga interna, llamaban los pigs, los cerdos, aunque hacia fuera utilizaban el menos ofensivo de Club Med, los países mediterráneos del sur de la Unión Europea acostumbrados a vivir con el vicio de la inflación, el desequilibrio exterior y el déficit público y la protección del Estado.

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De entre los miembros de ese Club Med, España ha sido el alumno más aventajado y exitoso. Las razones de ese éxito han sido varias. Algunas son de sobra conocidas. El euro ha propiciado la posibilidad de endeudarse a tipos de interés muy bajos (de hecho, a tipos de interés real negativos, dado que la inflación ha sido más elevada que los tipos de interés de los créditos) y esto ha sido como un maná para el consumo y la inversión de las familias y de las empresas.

Pero hay otras razones menos conocidas y valoradas. Déjenme señalar dos. Una es el "milagro de los salarios". Desde 1996 los salarios reales (descontada la inflación) han sido negativos casi todos los años. No es fácil explicar por qué los sindicatos y trabajadores han aceptado esta pérdida de capacidad adquisitiva, y más teniendo en cuenta que comenzó antes del fuerte proceso inmigratorio de los últimos años. Pero, en cualquier caso, los salarios han dado estabilidad a la economía y confianza a los empresarios para crear empleo.

Una segunda razón ha sido la confianza ganada como país para afrontar retos. El éxito logrado previamente con una transición democrática modélica y con la conversión de la economía autárquica del franquismo en una economía abierta dio al país autoestima y confianza en su capacidad para afrontar el reto del euro y el de la internacionalización. Comenzamos los noventa sin tener prácticamente ninguna empresa propia en el ranking europeo y mundial. Y una década después tenemos un grupo numeroso de empresas manufactureras y de servicios colocadas entre las más grandes y dinámicas. Todo un éxito empresarial que no hay que subvalorar por el efecto que tiene en la autoestima y en la capacidad para afrontar nuevos retos.

¿Por qué los economistas temen que ese pasado y presente tan brillante no tenga continuidad en el futuro? En esencia, porque algunos de los fundamentos de nuestro actual bienestar material pueden no tener fácil continuidad. Baja productividad, reducida innovación, fuerte endeudamiento, tendencia a prejubilarse y, especialmente, una especialización productiva en actividades de baja productividad (turismo y construcción) y escasa capacidad innovadora, a la par que muy especulativas.

Dicho de otro forma, existe entre los analistas el temor a que estemos viviendo unos años de vino y rosas, en los que nos hayamos acostumbrado al bienestar logrado fácilmente durante una época de dinero barato. Y que, como en la conocida película protagonizada por Jack Lemmon, al final caigamos en el alcoholismo progresivo e imparable del endeudamiento y de una especialización productiva que descansa más en las rentas especulativas del suelo, la vivienda y el turismo de sol y playa que en el esfuerzo productivo e innovador para situarse en actividades de más futuro.

Puede ser. Creo que hay una tendencia excesiva a poner el capital en actividades que tienen más que ver con la creación de rentas que con la generación de beneficios. Si los trabajadores han demostrado que saben apretarse el cinturón, ahora toca a los empresarios y a los directivos demostrar que saber desarrollar su tarea.

Por su parte, el Gobierno debería evitar también caer en el alcoholismo del gasto público en una época de fáciles ingresos y recordar la parábola bíblica de los años de vacas gordas y flacas. Porque hasta el siempre austero Pedro Solbes, en los presupuestos públicos que fueron aprobados la semana pasada, parece haberse contagiado de los años de vino y rosas.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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