_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Aulas secuestradas

"Todo el poder a las asambleas", "una, diez, cien facultades ocupadas", "seamos realistas, pidamos lo imposible": tales son algunos de los lemas que campean desde hace bastantes días por vestíbulos y pasillos de las facultades de Ciencias de la Comunicación y de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). No, eso no significa que circulen por allí los espectros de Lenin o del Che Guevara, ni siquiera un Daniel Cohn-Bendit 40 años más joven; pero son un pequeño indicio de hasta qué punto al menos una parte de las movilizaciones estudiantiles en curso han dejado atrás el rechazo al proceso de Bolonia para transformarse en un espasmo cíclico de revuelta juvenil contra el sistema y, en concreto, contra el sistema universitario, contra el marco básico de funcionamiento de cualquier universidad occidental.

La poca representación numérica de quienes protagonizan los encierros acentúa el síndrome de selecta minoría redentora

No somos pocos los docentes que, desde hace tiempo, hemos mostrado nuestras reticencias y objeciones, incluso en estas mismas páginas, ante el advenimiento del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES). No tanto por el fantasmal peligro de "privatización de la universidad" como por el riesgo de hiperburocratización de ésta y por la tendencia que intuimos a desdeñar la transmisión de conocimientos y capacidades analíticas en favor del mero aprendizaje de habilidades tecnológicas y el vacuo cultivo de "competencias". Poner en común estas preocupaciones con nuestros estudiantes, escuchar las suyas y entablar un debate sereno sobre el futuro de la enseñanza superior hubiera sido sin duda provechoso para todos. Hacerlo en unas facultades "ocupadas", con la docencia coactivamente suspendida, las aulas convertidas en dormitorios, comedores, cocinas o salas de estar, y la inmensa mayoría del estudiantado ausente era -o así me lo parece- incompatible con la dignidad de la institución a la que nos debemos.

Frente a la crisis, todas las autoridades académicas concernidas (decanos, rectores, Generalitat, ministerio) han mantenido -quizá hasta el exceso- el diálogo con los portavoces de la minoría ocupante y han recomendado evitar en todo momento las situaciones de confrontación. Por su parte, el Consejo Interuniversitario de Cataluña se comprometió la pasada semana a someter el EEES a la consulta de la comunidad universitaria "y aplicar a efectos prácticos los resultados que se desprendan de ello".

En el momento de redactar este artículo, el balance de tantas actitudes conciliadoras parece francamente mediocre. Sí, es cierto que se han multiplicado los síntomas de impaciencia entre la mayoría estudiantil silenciosa que, aun rechazando Bolonia, empieza a estar preocupada por las evaluaciones de febrero y desea el retorno a la normalidad lectiva. También es verdad que han emergido posturas partidarias de suspender o congelar las ocupaciones "como gesto de buena voluntad", pero a la vez éstas se han extendido a Lleida y Girona. En todo caso, la magra representatividad numérica de quienes protagonizan los encierros -unos cientos, tal vez algun millar de los 165.000 universitarios catalanes- los hace poco permeables al pragmatismo y acentúa el síndrome de selecta minoría redentora. Si unos alumnos con su profesor tienen la osadía de debatir sobre la reanudación de las clases, se irrumpe a presionarles para que lo olviden. Si existe el riesgo de que se imponga en la asamblea la tesis de volver a las aulas, el remedio es sencillo: las asambleas diurnas son meramente informativas y el poder decisorio se reserva para las nocturnas, cuando sólo asisten a ellas los propios encerrados.

Si estas prácticas son cuando menos discutibles, la doctrina que ha ido emanando de las dos asambleas de facultad más activas de la UAB (Letras y Comunicación) resulta todavía más inquietante. Inquietante, sobre todo, para la sociedad que financia con sus impuestos las universidades públicas y que confía a éstas la formación superior de sus hijas e hijos. Las ocupaciones -aseguran los sucesivos comunicados asamblearios- son "un ejemplo de autogestión desde la base"; "queremos detener el funcionamiento académico ordinario", arrumbar "los contenidos académicos estandarizados", "para iniciar una dinámica de participación democrática de donde puedan surgir propuestas para un funcionamiento verdaderamente democrático, transparente y libre"; "la facultad está gestionada por los estudiantes", que "somos lo bastante capaces para gestionar nuestro centro y aprender más y mejor que siguiendo el programa de estudios institucional"; "reforzamos la idea de que la facultad es de los estudiantes, y si ellos en bloque y consenso deciden hablar con el profesor para cambiar el sistema de evaluación, ello no supone ningún tipo de presión...".

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

A la luz de estas ideas, el dilema ya no es Bolonia sí o Bolonia no. La disyuntiva se abre entre la Universidad convencional, con sus autoridades elegidas según la legalidad democrática vigente, con sus estudios reglados, sus formas de evaluación objetivables, sus títulos homologados y también todos sus defectos e imperfecciones, y una seudouniversidad autogestionaria y espontaneísta donde imperaría el autoaprendizaje, las evaluaciones serían objeto de "pacto" entre alumnos y profesor, y al final quien validaría los títulos sería "la Asamblea".

En una entrevista periodística publicada el pasado domingo, el flamante rector de la Universidad de Barcelona, el catedrático Dídac Ramírez, decía: "Con las ocupaciones de los estudiantes, tenemos que cargarnos de paciencia". La paciencia es una gran virtud cristiana, sí; pero después de tres semanas de aulas bloqueadas y a siete días lectivos de las vacaciones navideñas, tal vez serían más provechosas la firmeza y la autoridad democráticas.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_