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El "caso Raval": explotadores y explotadosARCADI ESPADA

Los pobres ya no protagonizan los himnos de la modernidad, pero conservan su grasa: es decir, aún desempeñan su función en el mundo. Un grupo de ciudadanos pobres -renta baja, barrio bajo, voz muy baja- ha luchado durante un año, en la libérrima y confiada Barcelona, para demostrar que sólo eran pobres. Gente sospechosa, por supuesto, pero no hasta el punto de poder ser formalmente acusada de la explotación sexual de un centenar de niños de su barrio. Un año después de su explosión, el caso del Raval cubre de vergüenza el funcionamiento de instancias cruciales de la vida ciudadana. Una vergüenza, además, irrevocable, desde que el auto de la Audiencia del 30 de junio liquidara judicialmente la delirante existencia de una red de pederastia enquistada en el barrio, de actividad antigua, con ramificaciones en dos continentes, y que habría producido la industria de pornografía infantil más importante de Europa. Un delirio en el que intervinieron policías, fiscales, jueces y periodistas de Barcelona, y que obtuvo eco en los informativos de la televisión noruega o en las emisiones de la CNN. Un delirio que ha golpeado, fatalmente y para siempre, la vida de honorables vecinos de Barcelona. La pregunta del presente es por qué tal delirio ha sido posible. Muchas hipótesis de respuesta mencionan la existencia de una "mano negra" que habría escrito el guión del supuesto montaje. Este tipo de hipótesis son siempre vistosas y agradecidas. Al fin y al cabo no hacen más que limitar los daños y las responsabilidades. Pero, un año después de aquel verano, no parece que la teoría de la conspiración -policial o vecinal o política- pueda sostenerse. Lo que se sostiene es más inquietante: casi todos los actores de este proceso "creyeron" en un guión pautado y ni jueces, policías, políticos, psicólogos o periodistas supieron plantar cara a esa avalancha de mentiras innobles. ¿Un guión...? El guión llevaba dos años redactado, desde que en 1996 se habían descubierto los crímenes del belga Marc Dutroux, presunto autor de la violación y muerte de cuatro menores. Era un guión de gran solvencia, que había descubierto en las prácticas pederastas el mal absoluto, unificador y unánime. Europa tenía un malvado y el horror -su cualidad- es que podía estar en cualquier esquina del barrio acechando a los pequeños. Barcelona, ciudad bien dotada, disponía también de su malvado. Se trataba de un pequeño malvado, pero la dimensión siempre depende de las circunstancias. Las circunstancias, aquel verano, no eran ya las de 1993, cuando la enfermedad pueril había llevado a Xavier Tamarit a la cárcel y a los periódicos a publicar en un breve de aliño "condena por abusos contra un educador." Cinco años más tarde, sobre la actividad -más antigua que moderna- del malvado Tamarit se enroscó paulatina y espontáneamente la hist(e)oria, en un proceso de fascinante complejidad, imposible siquiera de resumir aquí. Todos la creyeron: "No dejes que la verdad te estropee una buena historia", dijeron los periodistas -propietarios del adagio- y repitieron todos los demás a coro. El efecto jauría -¡todos a una!- funcionó a pleno pulmón, sin que nadie subrayara los riesgos de que el sutil y compensatorio sistema de poderes de la democracia hubiera optado por la lógica de la cacería. Hasta los mismos abogados, oficiados para encarnar el mal, y cuya competencia ha resultado decisiva para limitar los estragos del caso, permanecieron al principio agazapados, evaluando las consecuencias que podría tener en sus carreras la defensa del pederasta. A los abogados, el mal los exalta, pero la suciedad los desmoraliza. Las instituciones no sólo fueron incapaces de desentrañar la misteriosa ficción elaborada por el río sordo del miedo y el deseo colectivos, sino que se aprovecharon de ella sin demasiada piedad. Los miembros del Grupo de Menores de la policía aprovecharon a fondo el caso para demostrar a sus compañeros que también eran policías, capaces de destejer redes como los demás, y añadieron razones de peso para el mantenimiento de ese grupo especializado. El juez y la fiscal trataron hasta el último momento de que el Raval estuviera entre los grandes paisajes de su vida profesional. Hasta el punto de violentar la razón: cualquier persona alfabetizada que hubiese leído el sumario habría cerrado los ojos desalentado ante semejante cúmulo de errores, incoherencias y absurdos. Baste evocar en este sentido el auto donde los magistrados de la Audiencia critican explícitamente al juez instructor, desautorizan a la fiscal y revocan cuatro de los procesamientos, hecho nada frecuente en el funcionamiento judicial. Por su parte, la política distribuyó equitativamente sus piezas. El PP encontró base carnal para justificar la reforma del código penal. Y en su versión ciudadana halló fango para relativizar la reforma del viejo barrio barcelonés, uno de los activos más profundos del gobierno municipal. En cuanto a los socialistas, el caso les sirvió para demostrar una ejemplaridad radical e inédita: Francisco Salvador, consejero de distrito, fue expulsado al minuto de su cargo, tal vez convencidos los socialistas de que en sus filas había decididamente de todo. Sólo Convergència e Iniciativa mantuvieron la calma en la ciudad. Eulàlia Vintró añadió dignidad y coraje a la calma al alertar con rapidez sobre la naturaleza del espectáculo que estaba observando. La prensa, en general, se limitó a dar cuenta de su crisis: ya no pregunta, sólo transcribe. Ninguno de los imputados disponía de un portavoz o de un gabinete de imagen, y eso sólo contribuyó a dificultar el trabajo de modo insuperable. Hubo otra institución que actuó con diligencia admirable. La Dirección General de Atención a la Infancia (DGAI) vació a toda prisa un centro de acogida de jóvenes: sus responsables explicaron que era para proteger de sus familias a un centenar de niños del Raval. El dramático emblema de ese cálculo empecinado y erróneo es la suerte del niño Carlos, interno desde hace un año. La Audiencia ha determinado que sus padres son inocentes, como lo determinó la razón y el sentido común desde el primer día. Sin embargo, ninguno de los técnicos de la DGAI supo poner su ciencia y su metodología al servicio de la verdad, ninguno tuvo la sensibilidad y el conocimiento necesarios para ayudar a Carlos a salir del terrible atolladero donde su miedosa fabulación le había metido. Bien al contrario: a pesar de que los médicos de San Joan de Déu descartaran la existencia de abusos una hora después de que el niño hubiera hablado supuestamente ante la policía de "cien penetraciones anales"; a pesar de las repetidas contradicciones del menor y de su denuncia de las presuntas coacciones policiales; a pesar de que ningún detalle de su relato inculpatorio había sido probado, ellos, psicólogas y educadores, continuaron insistiendo, y no sin dolorida altivez, en lo procedente de sus conclusiones. Y aún continúan: la DGAI no parece haberse enterado del auto de la Audiencia y Carlos continúa fuera de casa. Es posible que la DGAI alegue razones burocráticas: pero estos días de más, esta "torna" obsequiosa del Estado resulta ser la consecuencia más cruel del caso, máxime sabiendo con qué implacable prontitud un grupo de funcionarios de ese mismo Estado arrancó al menor de su lugar en el mundo. Muchos otros actores han explotado el caso Raval y han sacado de él su presa. De la lista puede obtenerse un pequeño tratado sobre la venganza. Sirva como ejemplo, entre todos ellos, la actitud del dirigente vecinal Pep García y la Asociación de Vecinos que dirige desde siempre. No hay evidencia ninguna de que contribuyera a organizar la cacería, pero es cierto que entre sus actitudes de entonces y de ahora no sobresalió la defensa del honor de sus vecinos. Nada de lo que ha pasado durante un año en el Raval habría sido posible sin la indefensión de un puñado de explotados. El símbolo final de ello está en el propio auto de la Audiencia que aún mantiene procesada a una pobre mujer llamada Josefa Guijarro, el subsuelo dostoievskiano de todo este asunto. Su presunto papel de madame, que le atribuyen con toda seriedad, mueve a la risa, a una risa violenta como un derrame. La señora Guijarro es lo que queda de un año. Es verdad que ya no conserva ni la grasa. Pero sus huesillos bien pueden dar aún para un caldo corto.

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