Banderas y pendones

En estos día de banderas he tratado de no quedarme atrás, como me pasa siempre, y he rebuscado por casa a ver de qué disponía. No he encontrado mucho: la bandera confederada de cuando me disfracé de jinete rebelde por carnaval y la de la Marina británica que robé del barco de al lado en un amarre en Menorca. Unas palabras sobre esta última: la tengo por una captura legítima porque me jugué la vida saltando por la borda de noche ebrio de aventura (entre otras cosas) y casi me rebano un dedo con la navaja suiza al cortarla del obenque. En Trafalgar te daban una medalla por eso. Miré mis dos banderas y, sinceramente, no me parecieron para colgarlas del balcón o ir de manifestación con ellas: desentonarían con las senyeres y rojigualdas. La Cruz Sureña tiene mala prensa aunque digas que es la de la carga de Pickett en Gettysburg o la del corsario Shenandoah. En cuanto a la Union Jack, pese a que la uso en la intimidad, me da corte exhibirla por si alguien la reconoce y me envía a casa una tripulación de presa.
En esta tesitura me puse a pensar en banderas con pedigrí (y en algún pendón) con las que me sentiría a gusto. Mis favoritas son la de Mompracem, el reino de Sandokán, grande y roja con una cabeza de tigre en el medio -Salgari se inspiro en la de Malludo, el reducto del emir Syarif Osman en el norte de Borneo-; la del Nautilus, con la gran N de Nemo; la Jolly Roger de Sparrow, y la del 7º de Caballería: no la de Wounded Knee, claro, sino la que hizo ondear Custer en Little Big Horn, ese guión en forma de cola de milano que la partida de enterramiento recuperó de debajo de uno de los soldados de la escabechina. Manchado aún de sangre, se va a subastar en octubre en Sotheby's...
Otras buenas banderas de heroicos perdedores a tener en cuenta para su uso son la que plantó Scott en el Polo Sur y la del primer batallón del 24º regimiento de a pie que salvaron de caer en manos de los zulúes en Isandhlawana los tenientes Coghill y Melvill (VC, ambos), dejándose, claro, la piel en ello (el estandarte cuelga hoy en la catedral galesa de Brecon). Añadamos la enseña de combate del Graf Spee en la que se envolvió su capitán, Hans Langsdorff, antes de pegarse un tiro y después de hundir su acorazado. Bonitas todas. Pero en el fondo, no dejo de pensar que la única que me pide el cuerpo enarbolar estos días es la bandera blanca.
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