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LA CRÓNICA
Columna
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Bastardos de padres conocidos

La publicación del doble CD titulado Barcelona zona bastarda (Organic Records), interesante antología de 35 muestras de fusiones varias, resuelve una vieja confusión identitaria. La necesidad de parir fórmulas de fácil comercialización acierta con esta denominación de origen que, con la ayuda de un frágil calzador teórico, mete en un mismo saco a hijos de Bob Dylan, Tom Ze, Pau Riba, Cameo, Mc Solaar, Flaco Jiménez o El Pescaílla. Cautivo y desarmado el ejército layetano de liberación musical, superada la etapa del mestizaje más ridículo, se pasó a la fiebre de la fusión y, últimamente, se coquetea con electroanglicismos efímeros. Lo bastardo, en cambio, sinónimo peleón de lo mestizo, suena bien y resuelve el problema, aunque, a la práctica, abunda en mezclar bossa nova con el rai, funk con delirios balcánicos, sardana con rap, flamenco con tarantela. A veces, sin embargo, sólo consigue la extraña proeza de desvirtuar, por el atajo de la pachanga, todos estos estilos a la vez gracias a la contradictoria operación de sumar peras y manzanas. Pócima resultante: un zumo asambleario y mutante de músicos de extracción social humilde y, a ser posible, emigrante. Siendo la música callejera una dignísima forma de mala vida, era lógico que Barcelona fuera un buen puerto para fondear. Si se junta un violinista irlandés, un percusionista brasileño, un clarinetista checo y un virtuoso del sac de gemecs, es fácil adivinar que el resultado sonará diferente.

Junto a intenciones renovadoras, se expande un esnobismo en el que la supuesta radicalidad de lo multicultural pesa más que el contenido de la propuesta

Con una sólida tradición de adicción al papanatismo de combustión rápida (convirtiendo joyas como la milonga, el bolero, la chanson, el blues, el tango o la copla en juguetes rotos), Barcelona es el lugar ideal para este tipo de epidemia. Se suele hablar de voluntad de fusión, pero siempre ha existido una natural tendencia a la espontaneidad, versión local de la jam session o de la descarga que, según sus ingredientes, se inclinaba hacia uno u otro hemisferio. Si la mayoría era rumbera, las guest stars tenían que agitanar su toque en cumplimiento de la sagrada ley de la hospitalidad, mientras que si la mayoría era cubana, había que darle al son por muy flamenco que fueras. Integración, sí, pero dentro de un orden, porque sería triste que el bosque no nos dejara ver cada uno de los árboles que lo componen. Entre los teóricos de esta coalición bastarda se destila un discurso que repite obviedades con alarmante seguridad (¿acaso no llevan décadas siendo bastardos Toti Soler o Maria del Mar Bonet?). En cuanto a la reivindicación de Gato Pérez y Sisa, es irónico que se les santifique cuando, hace 20 años, sufrieron una de las crisis de público más espectaculares, ya que los consumidores decidieron desertar de sus propuestas para apuntarse a verdades tan genuinamente mestizas como Sting o Springsteen. A la vez que una sana coalición de intenciones renovadoras (de Quimi Portet a Dúmbala Canalla pasando por Arianna Puello), se expande un esnobismo en el que la supuesta radicalidad de lo multicultural y el tirón de lo exótico pesan más que el contenido de la propuesta. Ocurre algo parecido a lo que pasó con la nouvelle cuisine. Pese a tener una rica cocina propia, se fomentó una nueva cocina que escondía su analfabetismo ninguneando a los clásicos. En nombre de la orgía de los sentidos, se truncó la tradición para imponer un discurso que ha expulsado de nuestras cartas los macarrones o los estofados y en el que, para entendernos, Luis Cobos pinta mucho más que Mozart.

La pleitesía mediática con la que fueron recibidos estos charlatanes ha calado y, fiel a su costumbre de preferir el loco por conocer al sabio conocido, Barcelona se rindió a la gastrónomo-tontería. No vaya a ocurrirnos lo mismo con la música y que no se menten en vano nombres tan sagrados como el de Gato Pérez para justificar vitalidades que ya existían en la plaza de Raspall, el Camp de la Bota o los antros en los que recalaban los soldados yanquis para mezclar su be-bop con nuestro fandango. El mismo Gato lo dejó dicho en uno de sus discos: prohibido maltratar a los gatos (por cierto, la Orquesta Platería acaba de editar Gatísimo, homenaje al artista, así que, si tan modernos son, pasen por caja, porfa). La bastardez no puede ser el único mérito de una propuesta que aporta actualizaciones valientes y puntos de vista estimulantes pero que, a veces, se limita a contaminar la fuente de la que bebe con el mismo descaro con el que otros desvirtúan el rico patrimonio del tradicionariusismo. La mezcla existe y es necesaria. En este mismo CD, variable y bailable, se acumulan ejemplos de curiosidad bien digerida con otros más patilleros. Pese a su opinable soporte teórico, sin embargo, esta antología será una pieza básica para entender una evolución que lleva décadas en marcha y que aquí explora territorios nuevos con una voluntad compulsivamente integradora. Que la voluntad de mezclar no nos haga perder el sabor de una ciudad cuya gran aportación a la música no ha sido tanto la presencia de Manu Chao o el peinado rasta como, además de muchos individuos artísticamente solventes y sin peculiaridades multiculturales manifiestas, la rumba catalana. Tengamos bastardez, pues, pero no borremos de nuestra carta los macarrones y los estofados de padres conocidos ni nos amparemos en unos nombres que, precisamente porque murieron en el intento de dignificar su trabajo y porque sufrieron en sus carnes el lastre de las etiquetas, ya no pueden defenderse.

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