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Columna
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Begin the Beguine

Todos los domingos, especialmente cuando cae el crepúsculo, huelen así: a flor marchita, a último beso, a manos agitándose en la ventanilla de un tren. El beso con el que hoy abandonamos agosto es tan largo que ha colonizado el primer día de septiembre. A cámara lenta, se aleja el tren de agosto. Y a cámara lenta las manos repiten: adiós, adiós. Si el pitido del tren vacacional es melancólico es porque teme habernos fallado. Agosto no ha sido muy legal. Empezó con tormentas y acabó con tormentas. Muchos días las playas vacías fueron regadas con las lágrimas de una industria turística que puede terminar como el cuento de la gallina de los huevos de oro.

Muchas desgracias vomitó el televisor vacacional que no procedían de países tradicionalmente desgraciados, hundidos en el infierno africano o perdidos en el limbo de Asia (aunque también de allí llegaron muchas imágenes de la desgracia y su presencia rutinaria nos ayudó a contemplarlas con perfecta indiferencia). Las nuevas desgracias procedían esta vez de países prósperos: la fortaleza alemana se hundía en el lodo y la renacida elegancia del delicioso mundo danubiano era nuevamente condenada al fango. Los ríos centroeuropeos y los torrentes mediterráneos han evacuado en el mar de este agosto muchas de las miserias de nuestro tiempo. Ya ni los científicos, que han estado años mareando la perdiz con la excusa de la falta de datos estadísticos, lo niegan: el cambio climático se ha producido y, en su furor descontrolado, avanza dejando inmensas y asquerosas nubes (que no nieves) perpetuas sobre Asia, causando el deshielo de los glaciares, ampliando el viejo agujero del ozono, extendiendo el desierto en todos los continentes, desabrochando el cielo y auspiciando el furor inclemente de las lluvias tropicales allí donde tantos recuerdan borrascas dulces y amistosas.

De todo esto han estado hablando en Johanesburgo, a la curiosa manera con que se habla de los problemas de la humanidad en los foros internacionales bienintencionados: huyendo de las soluciones racionales, presentadas como quiméricas, y rogando, please, a los dioses del mercado que sean ligeramente sensibles. Si un interrogante impugna de raíz el discurso neoliberal no es otro que la tremenda devastación del planeta. Una devastación concupiscente e irreversible que contradice la bondad de la iniciativa individual y refuta la validez del mercado como insuperable mecanismo creador de bienestar. Es verdad que la codicia ha demostrado ser, a lo largo de la historia, el motor más eficaz del progreso humano. En este punto la razón cínica de los fundamentalistas liberales parece indiscutible. Los valores del humanismo cristiano y de izquierda ilustrada (piedad, justicia, solidaridad, fraternidad) se han encallado una y otra vez, mientras que la ambición individual ha alimentando sin tregua el deseo de saber, avanzar, crecer, mejorar. La obsesión por el crecimiento económico que dictan las bolsas, que diseñan los tecnócratas de los bancos centrales, que obedecen los políticos de todas las tendencias, que aplauden los sindicatos, que reclaman los consumidores, esta obsesión por el crecimiento ha creado un círculo perfecto de intereses cuyo pegamento principal es la avidez. De la mano del individuo ansioso han progresado las ciencias, las artes, la economía o el bienestar cotidiano de unas notables minorías en el mundo. A costa no sólo de la injusticia social (que tampoco los regímenes igualitarios han sabido solucionar, aunque en algunos países con acento socialdemócrata haya sido suavizada), sino sobre todo a costa del medio natural. Estrujado y envenenado, el planeta empieza a pasar factura. La pagarán las generaciones venideras. La codicia del presente está negando el futuro. Nunca había sido el juego tan descarnado: el bienestar del presente es directamente proporcional al malestar del futuro. Una vez más, desde que hemos tomado conciencia de los fenómenos económicos y culturales de la globalización, se echa en falta, impotentes los Estados, una autoridad global que imponga límites de sentido común a la extrema voracidad de un modo de producción basado en la codicia. Nada indica en el horizonte que esta autoridad pueda llegar en forma democrática. Decir que existe en forma tecnocrática al servicio del sistema es una obviedad.

En el agosto hispánico se avanzaron las tormentas de otoño. Murió una niña en Santa Pola, dolor inconcebible que no podemos aceptar como rutinario. Y el Parlamento decidió romper el último tabú de la transición. Se ha prohibido un partido. Esto deja en tierra de nadie, sin espacio, no sólo a los independentistas vascos, sino a muchos partidarios del juego entre líneas. Quiero seguir pensando que el espejo de la verdad, hecho añicos, está repartido. Escucho la voz de los que sufren el acoso de los violentos y comprendo que algo había que hacer para rescatarlos del infierno. Pero no puedo dejar de escuchar a los que acusan a la política constitucionalista de haber cortado demasiados caminos (el austriacista que emprendió el añorado Lluch, por ejemplo). Es repugnante usar la política para asesinar. También repugnaba en el Reino Unido y ni los conservadores británicos quisieron emprender esta vía. Si en Canadá hay mecanismos, ¿por qué aquí no? ¿Y la Política con mayúsculas: la de Mo Mowlan bajando a los infiernos de Irlanda para encontrar la salida del túnel? ¡Qué diferente es Aznar -y perdonen el desliz demagógico- discurseando desde Quintanilla de Onésimo! Los símbolos son muy importantes. La transición ladea demasiado: la impunidad con que salió de ella el franquismo es excesiva en comparación con las renuncias que tantos izquierdistas y nacionalistas pagaron. Nuestra democracia es quizá ahora más segura: veremos. Pero sigue siendo limitada. Lo era para unos, lo será para otros. Como decimos en catalán: salimos del fuego y vamos a las brasas. Agrio descanso de agosto. Es difícil empezar el curso con esta sensación de zozobra, de perplejidad, de impotencia.

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