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Columna
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'Burka', no; oportunismo, tampoco

Josep Ramoneda

Las reglas básicas que una sociedad se ha dado democráticamente obligan a todos. No hay coartada religiosa o cultural que pueda justificar lo que las instituciones consideran un crimen o un atentado contra derechos básicos. Para mí, por tanto, no ofrece ninguna duda que el burka no tiene sitio entre nosotros en los espacios públicos, compartidos. La ocultación del rostro quiebra los protocolos elementales de comunicación que se fundan precisamente en mirarse cara a cara, punto de partida del reconocimiento mutuo. Y además, sin entrar en especulaciones sobre la conciencia subjetiva de los que lo usan, es ampliamente reconocido, incluso en el propio mundo islámico, como un símbolo de la humillación de la mujer. He tenido oportunidad de percibir, en algún país musulmán, el odio con que los guardianes de las esencias religiosas persiguen a las mujeres que no cumplen con los ritos de vestimenta de algunas familias del islam y el alivio con el que algunas de ellas se sacan los atuendos obligatorios en cuanto cruzan el umbral de lo privado. Ambas actitudes dejan pocas dudas sobre el carácter de instrumentos de dominación masculina que tienen estas indumentarias de estricta observancia impuestos en nombre de la religión.

Lo primero que salta a la vista en el debate del 'burka' es el mezquino oportunismo que lo ha desencadenado
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Pero una cosa es el hecho en sí y otra los procedimientos y las maneras. Porque lo primero que salta a la vista en el debate del burka es el mezquino oportunismo que lo ha desencadenado. Estamos todos -los que estamos desde siempre aquí y los que han venido de fuera- haciendo un ejercicio de cuyo éxito depende, en buena parte, la convivencia futura: aprender a vivir juntos diferente. Y de pronto, sin que apenas nadie haya visto un burka en la calle, desde la política se lanza el debate con el dudoso argumento de la prevención. Que un alcalde en apuros se apunte a la prohibición del burka, buscando el aplauso fácil, después de haber encadenado una serie de tropiezos y desencuentros con la ciudadanía, puede entenderse como gesto desesperado, pero no es precisamente edificante. Que dirigentes políticos de partidos importantes, habituales de las responsabilidades de gobierno, se apunten a hacer ruido con el burka con el patético argumento de quitarles voto a los xenófobos, me parece irresponsable. Porque, insisto, no se trata de especular con los miedos de la gente para arrancar algún que otro voto suelto, sino de sentar las bases de la convivencia entre diferentes.

"El burka", escribe la filósofa liberal americana Marta Nussbaum, "no plantea ningún problema que las prendas normales para el invierno en Chicago o las mascarillas no planteen", de modo que, al prohibirlo, "la ley claramente impone una carga a las personas religiosas mientras que las no religiosas no soportan carga alguna, lo cual bastaría para hacerla objetable". Y aquí está el error: centrar la prohibición en el burka. Si nuestras reglas del juego no admiten que la gente oculte su rostro en público -por razones de respeto e incluso de seguridad-, prohíbase también el pasamontañas -que ha servido para cometer no pocos crímenes- y otras prendas que sirvan para esconder el rostro. La propia Marta Nussbaum, desde su perspectiva americana, nos acusa a los europeos "de buscar la homogeneidad étnica en el espacio público" y de ver "toda divergencia de la cualidad dominante como una amenaza. Todo grupo que no parezca dispuesto a encajar parece subversivo".

El modo en que se está planteando el debate estos días daría la razón a la filósofa americana. Y sin embargo, creo que no la tiene. El respeto a la diversidad no debe confundirse con la aceptación de imposiciones que atenten contra los principios democráticos de convivencia. Dicho de otro modo, el Estado no debe sobrepasar sus límites en relación con la religión, pero la religión tampoco. Y los límites del Estado están perfectamente definidos, mientras que las religiones siempre intentan imponer el monopolio de la verdad que se autootorgan. Sin duda, tienen razón los liberales que sostienen que lo que se puede conseguir por la persuasión no ha de conseguirse por la imposición. Por eso hemos de aprender de los americanos y de su pragmatismo. Prohibiciones, las mínimas. Pero la humillación de la mujer no puede quedar como un problema privado, competencia interna de un sector religioso. Sin duda, el ideal que perseguir es que pronto las mujeres dejen de llevar el burka libremente, sin más. Pero el oportunismo de este debate con clave electoralista, destinado a explotar los miedos de los ciudadanos, precipita los hechos de un modo que puede hacer perder incluso la complicidad de muchos musulmanes que tampoco quieren el burka.

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