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Calle de Verdi, 182

Rafael Argullol

"Cuanto más envejezco, más inquieto me vuelvo", le confiesa Carl Einstein a Daniel-Henry Kahnweiler en la última carta que le escribe el 6 de enero de 1939 desde Barcelona, donde ha pasado la última parte de su vida luchando en el ejército republicano. En esta carta, culminación de un epistolario que abarca un largo periodo de amistad entre ambos, y que acaba de ser publicado aquí por Ediciones de la Central, Einstein insiste en su optimismo sobre el resultado de la Guerra Civil española, a la que de un modo muy evidente vincula su propio destino. Un año después, derrotada la República, se cumple también este destino y Carl Einstein se suicida tras ser internado en un campo de concentración y antes de caer en manos de los nazis.

Son llamativas las cartas a Kahnweiler escritas por Carl Einstein desde su domicilio de Barcelona en 1938

En nuestra época, que pocos epistolarios generará, la lectura de las cartas intercambiadas entre el marchante de la vanguardia parisina y el teórico del arte alemán es un ejercicio estimulante por muchas razones. Tanto Kahnweiler como Einstein ofrecen informaciones valiosas sobre la atmósfera intelectual que acompaña el asentamiento del cubismo, con referencias constantes a las obras de Picasso, Bracque y Juan Gris, cuya temprana muerte es motivo de tristeza y reivindicación. Desde París Kahnweiler le escribe a su amigo, a este respecto: "Aquí ahora se dicen muchas cosas que al pobre Juan le hubiera hecho mucha ilusión oír y leer en vida. Pero entonces no se decían. Lo mismo ocurre en España. De pronto se ha convertido en un gran pintor español, y en gloire de l'Espagne".

También por Kahnweiler nos enteramos de la sinuosa recepción de los grandes estudios de Carl Einstein acerca del arte africano y los nexos de éste con el cubismo. Mejor situado que nadie para conocer por dentro las vicisitudes de la vanguardia el marchante de arte utiliza un tono elegante y generoso, sin incurrir en un enojoso mercantilismo y, casi milagrosamente dada su profesión, sin ajustes de cuentas ni cotilleos. Einstein, por su parte, se revela como un hombre mucho más atormentado, intelectualmente seguro en sus convicciones pero conscientemente de que su existencia nunca gozará de la estabilidad que posee la de su interlocutor.

Esta diferencia de miradores y situaciones, que habría podido hacer brotar en las cartas momentos más o menos soterrados de resentimiento o, por el contrario, de excesivo proteccionismo, actúa como plataforma sobre la que se asienta paulatinamente la amistad entre Einstein y Kanhweiler. No es posible hallar un solo fragmento de reproche o de suficiencia aunque los acontecimientos lleven a uno hacia el desastre y al otro hacia el éxito. Lejos de esto el epistolario se revela como una pequeña obra maestra de la amistad en la que el paso de los años va sedimentando un afecto cada vez más vivo que se comunica con sutiles conquistas en el lenguaje de la intimidad.

A mí me ha parecido especialmente llamativa la última parte del libro, en la que se recuperan las cartas escritas por Einstein desde su domicilio de Barcelona, en la calle de Verdi, 182, y las respuestas parisinas de Kanhweiler. En este tramo postrero el epistolario se hace claramente asimétrico, con un interlocutor, Einstein, expresándose desde arenas movedizas, y otro, Kahnweiler, ofreciendo serenidad desde una fortaleza pese a que, judío como aquél, advierte cada vez con más lucidez la tempestad que se cierne sobre Europa y de la que la guerra española es sólo el primer episodio.

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Pero es Carl Einstein quien está atrapado, y apasionadamente, en este episodio. En otras circunstancias, como se deduce de los textos, él se convierte en el protagonista de la historia y su amigo, en una suerte de duende lejano y acogedor. A Kahnweiler le pide libros, tabaco y determinados alimentos para iniciar una dieta con la que combatir una enfermedad estomacal; sobre todo le pide que comprenda su optimismo, un optimismo que a finales de 1938 y aun más en 1939 no puede ser sino desesperado, con relación al desenlace de la guerra y a su propio desenlace como ser humano.

Las últimas son las mejores cartas de Einstein. Son francas porque precisamente van destinadas a un amigo en el que tiene depositada toda su confianza, y son enérgicas, fruto de la determinación de un hombre consciente de que su margen se estrecha drásticamente cada día que pasa en Barcelona, sin huir. En ellas se contienen afirmaciones significativas, como su propósito de no escribir más sobre arte, harto de las veleidades y trifulcas de las tribus artísticas, o como su inclinación por lecturas esenciales -Hölderlin, Spinoza, Mallarmé, Valéry- que quedan al margen de los fuegos de artificio supuestamente literarios.

En estas cartas Carl Einstein da la impresión de que tiene poco que perder. Va al grano. Está combativo: "Todavía no he llegado hasta el punto de volver a ponerme las pantuflas". Hace declaraciones de felicidad: "España es el único lugar en el que se ha conservado eso llamado dignidad e independencia. Se respira un clima moral que no se ha dejado dominar ni por el miedo ni por el regateo mezquino e inútil. Por eso somos tan felices". No se anda con rodeos. "Mándeme tabaco cuanto antes y en grandes cantidades. Siempre seré lo contrario que usted. Usted lleva una vida equilibrada y en cambio yo, sin tabaco, sin una buena calada, no puedo vivir. Maldita sea, es vergonzoso pero es así".

Rafael Argullol es escritor.

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