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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Campo Santo

Enrique Vila-Matas

1 - Es evidente que en una comunidad perfecta en la que nadie sufre o pasa miedo, nadie se plantea nada. Lo asombroso y terrible llega cuando observamos que en una comunidad tan imperfecta como la Barcelona de hoy tampoco nadie parece plantearse nada. Es tan impresionante la pasividad de los martirizados por el colapso general que uno acaba sospechando que ese silencio y resignación sólo pueden responder al clásico preámbulo sigiloso que precede al estallido de una gran revolución.

Pero, ¿quién quiere hacer barricadas en este largo puente festivo? Me pregunto esto en la mañana del Día de los Difuntos, mientras leo a W. G. Sebald y escucho, a bajo volumen, Annie, let's not wait, de los Guillemots. Casi puede percibirse el profundo silencio de los ciudadanos que se han ido masivamente de puente, olvidándose -es el aire de los tiempos- tanto de la revolución como de los muertos.

La desbandada general pone de manifiesto que, al igual que la revolución, el viejo culto a los muertos está ya de capa caída en Occidente y que en esto Barcelona no es precisamente una excepción. Ya no se convive, como antes, con los antepasados, y nos vamos alejando peligrosamente de la cultura de la memoria. Antes convivíamos con los muertos, que morían pero se quedaban formando parte del paisaje moral.

La gravedad de esta decadencia de la cultura de la memoria la ilustra cualquier escrito de W. G. Sebald, la encontramos en el libro Campo Santo, por ejemplo, que acaba de publicar Anagrama: una colección de relatos y ensayos que leo desde ayer y que se inicia con cuatro magistrales fragmentos de una novela sobre la muerte y Córcega que Sebald nunca acabó. En todos los libros de este autor encontramos una prosa meticulosa y pausada que en su morosidad sin límites pugna por la recuperación del dolor, el luto y la memoria.

Ayer, al mover una estantería dedicada a la literatura alemana, una novela se despegó del conjunto y fue a rodar con vivacidad por el suelo apartándose con malos modos del resto de libros que la habían acompañado durante los últimos años. Al ir a recoger la novela insurrecta, vi que se trataba de El problema de Aladino, libro de Ernst Jünger que hacía tiempo que había perdido de vista. Al hojear las primeras páginas, caí en la cuenta de que a Jünger le habían obsesionado también aspectos de la decadencia del culto a los muertos que tanto preocupan a su compatriota Sebald. Probablemente, éste y Jünger no sintieran en vida el más mínimo interés el uno por el otro, pero releyendo El problema de Aladino me resultó inevitable hallar un insospechado punto en común entre estos dos escritores, a primera vista tan incompatibles y en el fondo muy próximos en su alarma por la acelerada pérdida de la memoria en nuestra cultura.

¿Cómo nació esa cultura? Con el culto de los muertos precisamente, con la veneración religiosa de los antepasados, con las pirámides y con los túmulos que construían los hombres prehistóricos, con sus cavernas y sus grutas. Para Jünger, todo eso se ha perdido, e incluso no existe ya. Es más, ahora, cuando un hombre muere, se da por sentado que desapareció para siempre. En consecuencia, tampoco puede haber arte allí, pues el arte ofrece mucho más que la pura presencia, ofrece la trascendencia. Para Jünger, si el culto de los muertos reapareciera, sería el signo esperado de que la cultura puede volver a echar raíces.

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- En cuanto a Sebald, los cementerios le atrajeron desde niño, y no exactamente por morbosidad, sino por averiguar quiénes eran las personas allí enterradas, conocer sus historias, saber qué habían pensado cuando estaban vivas. Y si Jünger advertía que el problema de Aladino era el de la trascendencia, Sebald se lamentaba del declive o deterioro de ésta y del error que se cometió al expulsar a la metafísica de la filosofía. Toda la obra de W. G. Sebald parece un comentario a ese error. "Porque hay cosas", decía en una entrevista, "que no nos podemos explicar fácilmente, y porque, más allá de lo social, siempre formó parte de nuestra condición humana, sin duda más antes que ahora, mantener cierta relación con los que nos antecedieron. Recordar a los muertos nos distingue de los animales. Hasta hace poco, la presencia de los antepasados era real en muchas regiones de Europa. A esa gente se la conocía". En Campo Santo brilla con energía propia el indignado ensayo Construcciones del duelo, donde el autor habla de la sorprendente paralización de sentimientos con que se respondió en Alemania a las montañas de cadáveres de los campos de concentración y comenta, con pesimismo, nuestra creciente incapacidad para cualquier duelo. Como una maldición del mundo actual, la ausencia del culto a los muertos y la pérdida de trascendencia ha ido dejando desamparados nuestros camposantos y crematorios. ¿Quién no ha pensado alguna vez en una ceremonia en el crematorio, viendo que introducen el ataúd en el horno sobre la cureña, que la forma de despedirnos de los difuntos se caracteriza por una mezquindad y una prisa mal disimuladas? Es nuestra incapacidad moderna para cualquier duelo. A este paso -viene a advertirnos W. G. Sebald-, la memoria entera del pasado se disipará en una masa informe, indistinta y muda, y se perfilará en el horizonte un mundo hostil y tan carente de memoria que seguramente las personas, al abandonarlo, no sentirán la necesidad de regresar ocasionalmente algún día, de regresar aunque sólo sea por curiosidad, por visitar a los familiares, por conocer al fin de cerca los entresijos que comporta llevar una respetable vida de almas en pena.

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