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Columna
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China, los Juegos y el boicoteo

Josep Ramoneda

En 1954, el régimen maoísta hizo construir el edificio de la asamblea de la ciudad de Chongquin al modo del Templo del Cielo. Las ideologías totalitarias siempre han sentido envidia de las religiones. En frente, se inauguró el año pasado el gran Museo de la Ciudad. Cuando la ideología comunista flaquea siempre viene en auxilio el nacionalismo. En el museo, el gran embalse de las Tres Gargantas, que se inaugurará el año próximo, es presentado a la vez como la culminación de la civilización Yun y como representación de la fuerza del río, el Yangtsé, y del poder de una gran nación. Poco importa que la construcción de este monumental embalse comporte el desplazamiento de cinco millones de personas, muchas de las cuales tendrán que buscarse la vida en el gran Chongquin, que, con 35 millones de habitantes, es la mayor conurbación de China. En la lógica del poder chino, esto son detalles insignificantes, efectos colaterales inevitables del cambio.

"Si el boicoteo a los Juegos prosperara, serían los tibetanos quienes lo pagarían a sangre y fuego"

A cuatro meses de los Juegos Olímpicos, Pekín está patas arriba. Las obras relacionadas directamente con los Juegos viven aquel frenesí final que cualquier ciudad olímpica conoce. Los barrios centrales de la ciudad están en plena operación de maquillaje. Las casas más deterioradas se recubren con ladrillos y algunos barrios se cierran con elegantes muros para que los visitantes se queden con las apariencias y no profundicen en las crudas realidades.

En el terreno ideológico, el orgullo nacional es el gran recubrimiento colectivo que las élites dirigentes proponen a los chinos para contener las enormes contradicciones de un proceso de desarrollo acelerado, a un ritmo y en unas condiciones sin precedentes. La explosión del comunismo maoísta, provocada por el delirante proyecto de la revolución cultural, no sólo ha dado lugar a un nuevo régimen, al que Den Xiao Ping llamaba piadosamente la "fase previa al socialismo" y que en realidad es un capitalismo vertiginoso tutelado por un Estado fuerte, sino que además ha hecho cristalizar una nueva clase social, compuesta fundamentalmente por los herederos de Den Xiao Ping al frente del partido, por los nuevos empresarios con representación en el Comité Central del Partido Comunista y por investigadores y científicos de alto rango. Para esta neoaristocracia los Juegos Olímpicos de Pekín deben ser un paso más en la consolidación de la imagen de China en el mundo y, sobre todo, en la maduración de la autoestima de los chinos. Toda perturbación de este evento desencadena las paranoias a las que tan propicios son los regímenes autoritarios, de modo que el ruido que acompaña a la antorcha olímpica en Europa o los rumores de boicoteo son vistos como verdaderas provocaciones.

En esta situación, la cuestión del Tíbet es clave. En la estrategia ideológica nacionalista escogida por los dirigentes comunistas no hay margen para la cuestión tibetana. El Tíbet no es sólo la región autónoma, más del 25% del territorio chino es de influencia cultural tibetana, y esto preocupa especialmente a las autoridades chinas. El Tíbet, sin embargo, por la simpatía que genera en Occidente, se ha convertido, en vigilias de los Juegos, en un buen argumento para los países occidentales para demostrar a la ciudadanía que son exigentes con China. Con la cuestión del Tíbet en el primer plano, en el fondo, las dos partes salen ganando. Mientras la atención se centra en este punto, China ve como quedan fuera del escrutinio universal otros muchos aspectos de su vida social y económica, que queda muy lejos de los estándares exigibles en materia de derechos humanos y respeto a las personas. Y al mismo tiempo las potencias occidentales tienen un asunto sobre el que hacer ruido y pueden pasar de puntillas ante los excesos de este sistema de sobreexplotación masiva que tanto fascina a algunos dirigentes políticos y empresariales del llamado Primer Mundo.

Un boicoteo a los Juegos no parece probable. Ni es del interés de Estados Unidos y de las potencias occidentales que todavía ven en China un mercado potencial enorme tanto para la inversión como para las ventas, y aún no la sienten como amenaza. Ni es del interés de Inglaterra, que vería, sin duda, boicoteadas sus Olimpiadas como respuesta. Ni es del interés de Asia, que tanto comercio tiene con China, ni de África y América Latina, para las que la compra de materias primas por parte de los chinos es un maná. Pero las gentes del mundo de la cultura con las que he podido hablar coinciden en un punto: es importante que el mundo sepa que si el boicoteo a los Juegos prosperara de alguna forma, quienes lo pagarían serían los tibetanos y lo pagarían a sangre y fuego. Sobre ellos caería toda la furia de unas autoridades chinas acorraladas.

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En la enorme diversidad de China, es fácil palpar, por ejemplo, la rivalidad entre Shanghai, la ciudad burguesa, donde no hay espacio para publicitar los Juegos Olímpicos porque todo está concentrado en la Exposición Universal de 2010, y Pekín, la ciudad del poder, en plena tensión olímpica. Pero la voluntad de gran potencia, de nación capaz de volver a liderar el mundo, parece estar por encima de casi todas las diferencias. Y en este casi están las cuestiones que más irritan a las autoridades: el Tíbet, por ejemplo.

El sentido de la sumisión y de la jerarquía -del que la vida cotidiana ofrece muchos rituales- está muy instalado en la cultura china. Algún día economistas e historiadores quizá sean capaces de explicar esta brutal transformación de un país en el que casi todo -desde un rascacielos hasta una autopista- tiene sólo dos o tres años de antigüedad y lo más viejo tiene diez. Sin duda, el punto de partida es la demografía. 1.300 millones de ciudadanos son una fuerza con la que es difícil competir, especialmente si están dispuestos a todo. Y dispone de una masa de inmigrantes ilegales -que llegan del campo sin papeles, en su propio país- como ejército de reserva. Con esta fuerza se está cambiando el paisaje de las ciudades a una velocidad asombrosa. Todo lo viejo cae en manos de los bulldozers y las taladradoras. Para ello se han producido unos movimientos de migración interior, del campo a la ciudad, que por su volumen no tienen precedentes en la historia de la humanidad. Fracasada la utopía socialista, ahora hay que hacerles partícipes de una nova ilusión: la de la gran potencia capaz de volver a ser la primera nación del mundo.

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