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Ciencia y persona

No tenía ganas de escribir sobre James Watson, el premio Nobel que, en unas declaraciones al Sunday Times, hace unas semanas, manifestó su pesimismo sobre el futuro de los africanos, porque "todas nuestras políticas sociales se basan en el hecho de que su inteligencia es la misma que la nuestra, mientras que todas las pruebas muestran que no es así". No tengo ningún interés en hacerle publicidad, ni siquiera negativa. Pero puede ser oportuno hacer un par de reflexiones sobre el asunto.

Lo que dice, ¿es mentira? No lo sé: no soy un experto en estas cuestiones. Pero, a riesgo de ser políticamente incorrecto, quiero defender su derecho a decir lo que dijo. Su afirmación es, o pretende ser, científica. Y lo que la ciencia hace es proponer afirmaciones que pueden ser verdaderas o falsas. Quizá hasta ahora los resultados eran unos, pero uno siempre tiene derecho a discrepar. Por poner un ejemplo, que viene de Popper, aunque haya examinado varios millones de cisnes y comprobado que ninguno es negro, la afirmación "no hay cisnes negros" es siempre provisional, porque podemos encontrar algún día un cisne que no sea blanco. Y lo mismo puede ocurrir con la inteligencia de cualquier grupo humano.

La ciencia no avanza por consenso, sino cuando alguien se opone y ofrece algo novedoso

Pero, me dirá el lector, hay un amplio consenso entre los científicos de que lo que dice Watson no es verdad. De acuerdo, pero la ciencia no avanza por consenso, sino, al contrario, cuando alguien se opone a la ciencia oficial y ofrece algo novedoso -siempre que se pueda comprobar que es verdad. Consenso es palabra para la política, no para la ciencia; se refiere a un tira y afloja, a dar algo para recibir otra cosa. El consenso no hace la verdad, ni siquiera el consenso entre científicos. Por eso, me parece importante defender el derecho de Watson a discrepar de sus colegas.

Lo preocupante en el caso de Watson, así como en el de otros científicos, son los supuestos de partida, que no son científicos, sino, digamos, filosóficos o ideológicos. Para él, lo que parece distinguir unas personas de otras es, simplemente, el cociente de inteligencia, porque tiene que ser algo que se puede medir (y así es como muchos piensan que funciona la ciencia). En el fondo, su tesis no es que los negros sean menos inteligentes, sino que las personas con un índice de inteligencia menor son genéticamente inferiores. O, sencillamente, inferiores.

Este es el peligro de hacer ciencia sobre una base aceptada sin más, sin darse cuenta de los supuestos en que se apoya. Por ejemplo, un indicador cuantitativo acaba definiendo si somos más o menos persona, como acabamos de ver. Esto lleva también a otras conclusiones: si, como dicen, alrededor del 99% de nuestro ADN lo compartimos con los chimpancés, probablemente nuestra diferencia con ellos no es mayor del 1% (y si digo alguna tontería, que me perdonen los expertos que esto lean). O sea, que nuestra superioridad sobre nuestros hermanos los monos es realmente minúscula -si, como dicen, lo único relevante es una cifra.

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Con todo, y a pesar de mi defensa del derecho de Watson a decir, como científico, cosas políticamente incorrectas, me parece que podemos afirmar que es un racista. Él lo negaría; al menos, manifestaba a la periodista del Sunday Times que no debemos discriminar a la gente por su color porque "hay mucha gente de color que son muy inteligentes". En verdad, no debe ser un racista absoluto, sino, digamos, sólo estadísticamente hablando. En todo caso, los menos inteligentes son inferiores.

¿Estoy exagerando la actitud de algunos científicos, con la excusa de criticar a Watson? No me gustaría hacerlo. Pero lo que ha hecho este premio Nobel es llevar al límite lo que, me temo, está en la mente de algunos colegas. En todo caso, ¿por qué no manipular la vida de los humanos, para conseguir que todos seamos más... eso, más humanos, en el sentido en que Watson entiende ese término: más inteligentes, sin enfermedades, más guapos quizás?

Una vez defendido el derecho a salirse del consenso científico, me parece que hemos de volver a los supuestos de partida. Watson tiene razón si el hombre es simplemente una máquina para transmitir el ADN, o un conjunto de reacciones químicas o de impulsos nerviosos. El intento de prohibir que diga lo que es políticamente incorrecto no pasará de ser algo bienintencionado, probablemente inefectivo, e incluso contraproducente, cuando no se convierte en una imposición totalitaria. La única manera, me parece a mí, de superar el problema es hacernos la pregunta importante: ¿qué es el hombre? ¿En qué se basa su dignidad? Y si alguien piensa que la respuesta está sólo en su cociente intelectual, Watson tenía razón, aunque sea un racista.

Antonio Argandoña es profesor del IESE.

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