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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Cocina caníbal algo preocupante

Es duro salir a cenar. En los restaurantes de Barcelona cada vez tenemos más cosas raras. Y no me refiero, por ejemplo, a un increíble plato que prometen en la carta del moderno y sin igual restaurante Danzarama, en la Gran Via, esquina Balmes. Se trata del caviar de rúcula. Cobarde como soy, aún no me he atrevido a pedirlo. Estoy acostumbrada a ver por doquier el caviar de melón, que es el melón de siempre pero en bolitas pequeñas. (Lo que antes eran perlas de melón, pero en tacaño y en fino, vamos). Ahora bien, lo del caviar de rúcula es una novedad que aplaudo. Espero que no se elabore colocando la rúcula en la boca del cocinero, para que éste la mastique y la escupa después, ya convertida en bolo alimenticio. Pero lo que sí sé es que este plato genial abrirá las puertas a otros caviares, como el caviar de filete, o el caviar de acelga, o el de sushi. Seguro que, finalmente, tendremos el caviar de los caviares, que serán huevas de pescado, pero desmenuzadas a su vez en bolitas más pequeñas.

Si creen que esto es lo más raro que podemos encontrar en Barcelona, se equivocan. La cocina caníbal campa por las cartas. Antes, los catalanes teníamos la clásica amanida d'alvocat, que es una ensalada de aguacate la mar de apetecible. Ahora tenemos una variante de esto que roza la ilegalidad. Se trata de l'amanida d'advocat. Es decir, la ensalada elaborada a base de un señor que se dedica a las leyes. Si alguien desea comerse al marido de Judit Mascó o al famoso Rodríguez Menéndez (sólo mesa completa, me imagino), puede ir al restaurante Happy, de la Rambla de Catalunya. Allí lo preparan. Y lo preparaban en más sitios, pero me imagino que los remordimientos han conseguido que algún chef pusilánime lo elimine de su carta. Por ejemplo, hace unos meses, el advocat estaba en el restaurante del mercado de Santa Caterina. Te lo anunciaban en los manteles de papel. Ahora ya no está. Una pena. A lo mejor los tienen en jaulas y sólo te los sacan si los pides, pero un poco a escondidas.

Pero el Happy no sólo cuenta con abogados en sus cartas. De ninguna manera. El Happy es un lugar espléndido, lleno de maravillas culinarias. En castellano, por ejemplo, tienen el revoltillo de salmón, que en catalán se convierte en el revolt de salmó. Se trata, como ya habrán adivinado los más listos, de una curva de la carretera con sabor a salmón. El otro día estuve comiendo allí y no me atreví a pedirla, pero si lo hubiese hecho estoy segura de lo que me hubiesen traído. Ya lo estoy viendo: medio kilómetro de curva servida en el volquete de un camión del MOPU. Arriba, me habría encontrado con el crujiente asfalto, con unos toques de pintura de la línea discontinua, para continuar con una espesa capa de cemento Portland. Y todo ello con el aroma inconfundible del salmón. Una delicia de la gastronomía. Pero, como les digo, me pareció una opción demasiado pesada para el mediodía. Sin embargo, acabé optando por otro plato igual de brillante. En castellano era un filete de ternera. Pero en catalán no era un filet de vedella, sino un fillet de vedella. Es decir, un hijito de ternera. Es conmovedor y sádico a la vez comerse al hijito de una ternera. Te imaginas a un bebé ternerito de meses. Un bebé ternerito de ojos vacunos, pequeñito y juguetón, de paso vacilante, acabado de destetar y ya conducido al paredón. Comerse un hijito tiene un componente mucho más caníbal que comerse un filete. Me gustó. En cambio, tampoco tuve valor de pedir el postre que se anuncia en la carta del restaurante Petit París, en la calle de París junto a la de Enric Granados. Es terrorífico. Se trata del brazo relleno de truja. Como ven, es una mezcla muy coherente de castellano y catalán, para contentar a mi admirado Albert Rivera. No sé si se trata del postre conocido como brazo de gitano, que pronto pasará a llamarse brazo de etnia gitana, pero en cualquier caso lo han rellenado con una cerda. Una truja, vamos. Solo por este esfuerzo, y por muchas otras cosas, vale la pena visitar este restaurante. Espero que nunca quiten la truja de su carta.

Pero lo más duro es lo del restaurante Alba, en la calle de Enric Granados, junto al Vídeo Instan. Allí hacen una carne a la piedra de fábula y, de hecho, todos los platos son excelentes. Pero hay uno, uno en especial, más innovador que los otros. Todavía no lo he pedido, pero esta noche, sin falta, lo haré. Se trata del garrell ibèric. Como ya sabrán, un garrell, en catalán, es un señor o un niño que tiene las piernas arqueadas, con la concavidad mirando hacia dentro, de manera que camina con las rodillas separadas. Es decir, lo que en castellano sería un patiestevado (lo acabo de buscar en el diccionario). El plato, pues, consta de un señor patiestevado nacido en la Península Ibérica.

Será muy duro comerlo, pero lo haré. Si al menos lo sirvieran congelado, podría intentar emular a los de la tragedia de los Andes... Además, no puedo dejar de pensar en la húmeda cárcel en la que los tienen confinados hasta el momento del sacrificio. A lo mejor, el dueño de este fantástico restaurante hace como los dueños de las marisquerías, que te llevan hasta el acuario y te dejan escoger la langosta que te vas a comer. Tal vez te conducen hasta una jaula y eliges a uno de los garrells. "Este", dices. Y sabes que dentro de un momento estará en tu mesa.

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