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Columna
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Conservadores y liberales

Josep Ramoneda

Primero, Duran Lleida, empeñado en que todo el mundo tenga claro que manda mucho, aunque sea sin cartera; después, el presidente de la Generalitat, han confirmado que CiU aprobará la supresión del impuesto de sucesiones antes de las elecciones municipales. Su posición parlamentaria le permitirá, conforme al principio de geometría variable, acabar con este impuesto con el apoyo del PP. La derecha para las cuestiones económicas, Esquerra Republicana para dar alguna satisfacción al voto soberanista y el PSC para cuestiones de estabilidad y de pactos institucionales. Los equilibrios parlamentarios de CiU son como un retrato robot de la posición política e ideológica de la coalición de Gobierno.

La supresión del impuesto de sucesiones es incompatible con el discurso meritocrático con que nuestros políticos nos agobian

Desde luego, las promesas electorales son para cumplirlas. Pero este mismo Gobierno que ha decidido suprimir el impuesto de sucesiones, durante los dos meses y medio que lleva en el poder ha lanzado prácticamente un solo mensaje: austeridad. Y para que quede claro lo que significa esta palabra ha anunciado recortes drásticos en los Presupuestos de la Generalitat. No ha concretado las partidas, para evitar que algunos de sus electores se sintieran frustrados antes de llegar a las municipales. Pero ha impuesto, de momento, drásticas limitaciones a los gastos de los departamentos. En este contexto, resulta chocante que se mantenga la promesa de suprimir un impuesto que el Gobierno tripartito ya había reducido a mínimos, y que ahora afecta exclusivamente a los sectores más acomodados de la sociedad. El Gobierno catalán busca desesperadamente dinero para cumplir sus obligaciones este año y decide prescindir de una fuente de ingresos que hubiese proporcionado algunos cientos de millones de euros. Tiene que haber razones de mucho peso para dar este paso. Y las hay: son fundamentalmente ideológicas y culturales.

Los partidarios de suprimir este impuesto, a derecha y a izquierda -que también abundan- acostumbran a ser también grandes propagandistas de la sociedad meritocrática. No hay discurso en que no apelen al esfuerzo, al valor de la voluntad, al trabajo bien hecho, a dedicar la vida a un gran objetivo. El reconocimiento se gana con inteligencia, con dedicación y con compromiso personal. Y son estas actitudes las que merecen tanto la compensación económica como el aplauso social. Pues bien, si estos son los valores, si cada cual vale lo que hace y lo que consigue por sí mismo, si realmente la sociedad meritocrática es la de los que llegan lejos por su talento y esfuerzo, sin que nadie les regale nada, el impuesto de sucesiones debería ser el más caro de todos. Su supresión premia al que no ha hecho otro esfuerzo, otro mérito, que nacer en una familia más o menos afortunada y es una negación manifiesta del principio de igualdad de oportunidades que tanto proclaman los partidarios de la meritocracia. Unos llegan a competir con una pequeña mochila otros con unos cuantos tráilers. Si un impuesto es realmente redistributivo este es el de sucesiones. Desde luego la supresión de este impuesto es incompatible con el discurso meritocrático con que nuestros políticos nos agobian todos los días. Pero hace tiempo que razón y política van desajustadas.

La supresión del impuesto de sucesiones tiene que ver con cuestiones ideológicas y culturales de calado: la propiedad y la familia. La intocabilidad de la propiedad -a mí me entra un susto cada vez que alguien dice con voz campanuda: "Esto es mío"- como expresión del rechazo a aceptar que nada tendríamos si estuviéramos solos en el mundo, que también la propiedad es algo que necesita de los demás. Y la familia, pobre familia, otra vez convertida en célula fundamental de la sociedad, como se decía antes.

A un gran notario de esta ciudad, que desgraciadamente ya no está entre nosotros, le gustaba decir: "Mi mujer es muy importante, muchísimo, pero no es de la familia". Se le podría replicar diciendo: "Yo quiero mucho a mis padres, pero mi mujer es la más importante porque la ha escogido libremente". Creo que, más allá de su carácter anecdótico, estas dos sentencias reflejan perfectamente dos concepciones del mundo. La conservadora o tradicional, la que encuentra su razón de ser en la continuidad, en la costumbre, en lo atávico como fundamento del sentido, y la liberal, la que se funda en el individuo, sus deseos y sus elecciones, que vive en la precariedad de un sentido que tiene como frágil base al sujeto y su interrelación creadora con el mundo. Probablemente, el notario en cuestión estaría a favor de la supresión del impuesto de sucesiones. Yo estoy radicalmente en contra.

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