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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Cota 500

El sábado abría temporada el parque de atracciones del Tibidabo. Con novedades, al decir de la entusiasta nota de prensa del Ayuntamiento: la principal, la apertura de la llamada Cota 500, "una zona integrada a l'espai públic del parc, concebuda com un lloc de passeig i d'activitats lúdiques dirigides especialment al públic infantil", según la inconfundible prosa municipal. Pues vamos allá.

La tarde era de primavera, despejada. Un sol de postal, que se ponía más allá del Llobregat, teñía de rojo el cielo, al tiempo que una luna llena, que pocas horas después se eclipsaría espectacularmente, surgía resplandeciente sobre el mar. Soplaba un fuerte aunque templado viento de poniente que mantenía impoluto el ambiente.

De la plaza, junto al templo expiatorio, han desaparecido las taquillas. Uno puede pasearse ahora entre las atracciones sin necesidad de rascarse el bolsillo, un prodigio que hay que atribuir sin duda a esa ampliación del "espai públic del parc" del que habla el animoso comunicado. Aunque, la verdad, esto de suprimir el peaje es como si restara catalanidad al recinto, una nueva amenaza a nuestra identidad colectiva.

El Tibidabo, en efecto, ha hecho siempre honor a su nombre, que encierra toda la codicia con la que diablo tienta a Jesús, prometiendo darle (tibi dabo) cuanta propiedad urbana se divise desde la cumbre, que es mucha. La confrontación entre negocio privado y espacio público acompaña a la zona desde su primera reforma. En 1889, el astuto empresario farmacéutico Salvador Andreu (1841-1928) adquirió 35 hectáreas que le costaron poco menos de 200.000 pesetas, cuando en 1919 una sola hectárea pasó a costar 300.000. Que el pelotazo iba a ser moneda corriente en la montaña da cuenta el hecho de que ya en 1908 el Ayuntamiento compró terrenos de la falda para tratar de frenar la especulación, toda vez que se hacía con los derechos de la plaza de la cima para garantizar el carácter público del mejor mirador de la ciudad. Pero eso llegaba por detrás de la iniciativa privada. En 1901 Andreu había hecho construir el tranvía y el funicular, que siguen en activo. El funicular, por cierto, ha sido reformado ahora y ha duplicado su capacidad, de 720 a 1.440 viajeros por hora. Las primeras atracciones empezaron a funcionar hacia 1905. Fueron los espejos deformantes, algunos catalejos para observar la ciudad y los primeros autómatas. El negocio prosperaba y en los años siguientes llegaron el carrusel, el avión, el tren colgante y la atalaya.

La primera crisis está vinculada al parecer al boom del seiscientos. La popularización del coche llevó en efecto a los barceloneses a descubrir nuevos horizontes y la modesta montaña quedó un tanto abandonada, hasta que llegó Javier de la Rosa y renovó las instalaciones, a costa, eso sí, de llevar a la quiebra la empresa que gestionaba el parque. El Ayuntamiento lo adquirió en el año 2000 por 1.963 millones de pesetas, que era lo que la empresa debía a la tesorería de la Seguridad Social. El ejercicio 2006 se cerró con 608.230 visitantes que proporcionaron unos ingresos de 11.783.272 euros, los cuales a su vez dejaron 1.158.822 euros de beneficios.

Pero a la que íbamos: la Cota 500. Se trata de un modesto sendero de apenas 315 metros que va desde la explanada del avión hasta el hotel Florida y que proporciona estupendas visitas sobre la ciudad y el Vallès. Por lo demás, el "referent d'activitats lúdiques" en que aspira a convertirse brilla por su ausencia. Un trenecito del lejano oeste y el Rodeo Jackson & Devore son las únicas atracciones para los más pequeños que de momento se ven por allí. Es cierto que al cabo llegan unos payasos con zancos y banda de música que tratan de animar el panorama, pero ni de lejos consigue convertirlo en ese anunciado referente mundial del ocio. Hay que saber que esta Cota 500 seguirá el modelo de inauguración pasito a pasito del Eix Transversal. Los actuales 315 metros del paseo se convertirán en 535 en mayo, poco antes de las elecciones, y en una tercera fase, en julio, surgirán allí el Jardí de l'Imaginari, el Cel del Tibidabo y unas cuantas atracciones más.

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A la espera de todas estas maravillas, el sendero discurre solitario entre cipreses, robles, pinos, laureles, pitosporos y mimosas. El silencio se ve interrumpido de vez en cuando por los gritos procedentes del Péndulo, una atracción de última generación que pone los pelos de punta. Bajo las antenas de comunicaciones -¿no debían quedar todas unificadas en la torre de Collserola?-, un relieve noucentista recuerda a EAJ 1, la primera emisora española de radiodifusión. La escena muestra a una ninfa de hechuras maillolianas surgiendo de las aguas, con los cabellos al viento y una bandeja en una mano que sostiene un surrealista disco de teléfono. Más allá se llega a un espectacular mirador sobre el Vallès... y sobre las habitaciones que dan al sur del hotel Florida: menuda gracia debe de hacerle a sus huéspedes la Cota 500. Frente al mirador, hay un romántico rincón con tres arcos, bancos de piedra, un bonito medallón con la efigie de Salvador Andreu, debido a Maria Llimona -hija del escultor Josep Llimona-, y sentada junto a él, una triste musa de piedra con la nariz y los dedos rotos. Se supone que la restauración llegará con las próximas inauguraciones.

De vuelta a la explanada, mientras oscurece, queda tiempo para subir al pie de la imagen del Sagrado Corazón, a cota 568,32 metros sobre el nivel del mar, y abrazar una última vez la ciudad descomunal. En medio de ella, una línea roja, como una cicatriz. Es la calle de Balmes, embotellada.

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