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Dickens, usted y yo

Me pasé los años 2004 y 2005 intentando averiguar si existía algo parecido a eso que llamamos clase media. Estuve muchas horas en polígonos industriales, en bares de fábrica, en salas de reuniones o de espera. Acudí a decenas de entrevistas para puestos que en realidad no me interesaban (aunque me quisieron contratar para trabajar de comercial de cajas de cartón ondulado). El cuaderno de campo de aquellos meses lo resumió una azafata de una línea aérea de bajo coste: "si la gente supiera cómo nos putean, no volaría con nosotros". Y después añadió con resignación: "bueno, quizás sí". Esta frase me recordó a otra que me dijo un director en una ETT, una premonición del paro actual: lo malo no es que te exploten, lo malo es que nadie esté interesado en explotarte. Ay, la clase media, en 2004...

No sé si encontré a la clase media, pero si algo es la clase media es la cautela de pensar que, si es fácil, no es de verdad

El proceso de desindustrialización era ya evidente, la cadena de hipotecas imparable y el ciclo de préstamos sobre adelantos un secreto a voces, pero en este país el más tonto quería hacerse con un Rolex o tunearse el coche. La piscina llena de dólares del Tío Gilito era algo que estaba al alcance de todos. En las crónicas bursátiles vivíamos en el mejor de los países posibles. A mí me costaba verlo, pero doctores tenía el capital.

Abril fue el mes más cruel, el verano se acabó y este invierno hace un frío de crisis. Es el tiempo ideal para releer a Dickens: butaca, lamparita, malta y chimenea. Hay algunos libros que aguantan perfectamente diversas relecturas y Un cuento de Navidad es sin duda uno de ellos. Dickens nos trae a estas fechas las heladas y la miseria del Londres del XIX, las desventuras del avaro Scrooge y de los que le rodean. También los espíritus que se le aparecen y que le curan esa enfermedad llamada codicia y que le muestran las vidas medias de los demás. Eso que nunca debería publicarse en la sección de economía.

Un cuento de Navidad se lee mejor hoy que en 2003. Eran los tiempos en los que a mi ex y a mí nos pidieron 100.000 euros en negro para comprar una vivienda de protección oficial, aparte de los 110.000 de la tasación, claro está. Nos los pidió el agente de la inmobiliaria mirándonos con displicencia, rápido que hay cola. Nos los pidió el propietario, un tipo que se había beneficiado de una vivienda protegida pero que aun así, intentaba sacar provecho de la venta. Y nos los concedía el comercial del banco, por supuesto... ¿La clase media era Scrooge? No lo sé, ningún espíritu vino a darme razón de ello.

Más butaca y más malta: el pasaje en que Oliver Twist pide una segunda ración de rancho porque tiene hambre. "Este chico acabará en la horca", responden los prohombres que lo tutelan ante tal insolencia. En 2005, quien hubiese hablado de hambre no habría acabado en la horca, pero sí haciendo un cursillo de reeducación neoliberal. Lo cierto es que solo seis años después en el banco de alimentos no dan abasto. Claro que 2002 o 2006 nos quedan tan lejos que no recordamos cuánta gente media soñaba con endesas y telefónicas trepando por las gráficas del Ibex. Era la misma línea ascendente que marcaba la doctrina oficial y, cuidado, que el que se movía no salía en la foto. Polígonos, bah, menudo aguafiestas.

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Si lo que se están preguntando es si encontré al fin la clase media, les diré que ni sí ni no ni todo lo contrario. Si tuviese que darles una respuesta les diría que la clase media es la cautela de pensar que, si es fácil, no es de verdad.

Ha llegado el invierno y con él, la feliz Navidad, la necesidad de espíritus que nos muestren un futuro mejor. Y las librerías llenas de vampiros y autoayuda. Háganme caso, mucho mejor Scrooge, mucho mejor Dickens.

Francesc Serés es escritor.

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