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Discutir sobre civismo un año después

Hace poco más de un año, la lucha contra el incivismo y la inseguridad ciudadana ocupaba un lugar central entre las preocupaciones de las autoridades municipales de Barcelona. Esa preocupación se materializó en lo que se popularizó como la "ordenanza del civismo" ¿Qué balance puede extraerse hoy de su entrada en vigor?

A primera vista, la ordenanza ha servido para sosegar los ánimos de quienes consideraban que la ciudad se encontraba inmersa en una deriva caótica y que para aplacarla había que aplicar "mano dura" a los pequeños desórdenes urbanos. Poco importó que para hacerlo se estampara el sello del incivismo en conductas tan disímiles como el vandalismo, la mendicidad, el patinaje callejero o el trabajo sexual. O que en un alarde de firmeza se recurriera a sanciones draconianas y de discutida cobertura legal, totalmente desproporcionadas en relación con los objetivos perseguidos.

La ordenanza convierte a los más vulnerables en cabezas de turco del malestar social general

Lo cierto es que el "populismo punitivo" se ha convertido en un recurso tentador que recluta partidarios no sólo entre las filas conservadoras sino también entre la izquierda institucional. Empeñada en despejar cualquier sospecha sobre su capacidad para garantizar la gobernabilidad y moverse con soltura al abordar un conflicto en términos policiales, una parte de esta última se ha sumado sin tapujos al discurso de ley y orden de sus adversarios, superándolos a veces en gestos y declaraciones de intenciones.

Pero se trata de una dureza retórica de limitada eficacia práctica, que con frecuencia ha servido para disimular la propia impotencia en otros campos, como el de las políticas sociales. El inventario provisional de la ordenanza lo refleja con claridad: indigentes sancionados con multas de hasta 3.000 euros, trabajadoras sexuales expuestas al estigma, la precariedad y la discrecionalidad policial, decenas de expresiones políticas, sociales y culturales no autorizadas en nombre de la "convivencia cívica". Y como corolario paradójico, un abrupto "botellón" en una ciudad que desconocía el fenómeno hasta la aprobación de la ordenanza.

En realidad, la efectividad de estas medidas es sobre todo simbólica. El estigma que se proyecta sobre los más vulnerables ahonda su marginación y los convierte en cabezas de turco del malestar social general. Pero contribuye, sobre todo, a silenciar las prácticas de quienes, por su mayor capacidad económica, gozan de un acceso privilegiado al espacio público. Quien mendiga, quien se baña en una fuente o quien acampa en una plaza para reivindicar derechos que incumben a todos, se convierte en arquetipo del "ciudadano desviado", al que debe sancionarse de manera ejemplificadora. Quien especula, quien vende ocio, quien produce ruido o contamina visualmente, pero paga lo suficiente por ello, es en cambio discretamente tolerado, cuando no subvencionado o protegido, sin perder en ningún momento su condición de "ciudadano respetable".

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Sería injusto, en cualquier caso, atribuir a las autoridades barcelonesas la paternidad de este modelo que identifica la seguridad ciudadana con una cruzada punitiva contra las pequeñas ilegalidades, la marginalidad social o cierta disidencia política y cultural. Sus antecedentes se remontan al menos a las viejas Leyes de Vagos y Maleantes y guardan un estrecho parentesco con las políticas de "tolerancia cero" impulsadas por Rudolf Giuliani, en Nueva York, o por Nicolás Sarkozy.

Estas políticas siempre han sido objeto de contestación, sobre todo por parte de quienes las han considerado una amenaza para el pluralismo político, social y cultural. El potente movimiento por el derecho a una vivienda digna, en Barcelona, o los Hijos de Don Quijote, en París, son un expresión de ese fenómeno. De hecho, una de sus principales contribuciones al debate público es haber instalado algunas cuestiones de indudable alcance pedagógico. Una de ellas: subrayar el vínculo, con frecuencia silenciado, entre inseguridad, desintegración social y el proceso de privatización y segregación espacial que afecta a la mayoría de las ciudades europeas. Otra: recordar que si la vivienda, como la educación o la salud, es un auténtico derecho exigible, no cabe consentir su reducción a una simple mercancía o a una concesión discrecional, revocables por el poder político de turno. Una última: recordar que los derechos y la democratización del espacio público no son nunca regalos caídos del cielo. Se conquistan y defienden día a día, en las instituciones, pero también más allá de ellas.

Estas ideas suelen inquietar a los poderes fácticos. Sin embargo, están estrechamente ligadas a una concepción robusta y dinámica del principio democrático. No hay democracia sin ciudadanos activos dispuestos a entregar parte de su tiempo y energías tanto a la construcción y tutela de los propios derechos como a la interpelación de quienes tienen mayores responsabilidades políticas y económicas.

Si 2006 fue el año que instaló el debate sobre el civismo y la seguridad, 2007 será el de las alternativas a las lecturas simplistas y electoralistas de estos conceptos. Para que el discurso sobre el civismo no quede reducido a simple dispositivo punitivo dirigido a sancionar al débil y a absolver al más fuerte, es necesario asentarlo, más que en la vaporosa proclama del derecho a la seguridad, en la seguridad en los derechos civiles, políticos, sociales y culturales de todos los habitantes. Esto supone aceptar lo obvio: que no hay disfrute estable, seguro, de los propios derechos, sin garantías frente a la arbitrariedad pública y privada y, sobre todo, sin que el más mínimo acto de atropello contra los más vulnerables sea considerado una ofensa anticipada al conjunto de la sociedad. Ni más ni menos.

Jaume Asens es vocal de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados y Gerardo Pisarello es vicepresidente del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.

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