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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Distinguidos enfermos

1 - Cuando todo el mundo, menos Kafka, se ha vuelto ya kafkiano, aparece en el horizonte una categoría de seres, los enfermos erróneos, que buscan distanciarse de la locura oficial y tener una enfermedad propia, defender su singularidad ante el estridente y vulgar kafkianismo general. En ese enfermizo y distinguido grupo la posesión de un secreto personal intransmisible se lee como una señal de estar en la senda de los afortunados. Son el revés del ciudadano kafkiano habitual, individuo sin misterio.

En uno de los relatos de Los enfermos erróneos, el bello y turbador primer libro de Sònia Hernández, alguien dice que había muchas cosas que su madre tenía que callar: "Éramos una familia con muchos secretos. Eso lo decía constantemente mi madre, pero ella lo decía contenta, como si fuésemos afortunados". En otro de los relatos, un hijo relaciona también los secretos con señales de fortuna: "Yo estaba en el mismo bando que mi padre, formaba parte de sus secretos". En Los enfermos erróneos se ocultan y muestran casi tantas enfermedades como secretos, tantas luces como oscuros velos. Y hay momentos en los que, a causa de la alegría fúnebre que hay en la maraña de todo secreto, intuimos que esconder tiene un matiz de enfermedad distinguida y, además, de enfermedad afortunada, y hasta necesaria. Como si ocultar resultara esencial para recomponer nuestra maltrecha singularidad.

Uno de los centros nerviosos del libro de Sònia Hernández es el memorable cuento Las niñas de la terraza, donde lo enfermizo erróneo alcanza de lleno a la propia escritura. Es imposible quedar indiferente ante esas dos mujeres que conocen la experiencia de estar muertas en vida en el sótano que acoge los manuscritos del marido y padre: un monstruo o gloria de las letras que, errante y fantasmal, cruza impunemente por todos los relatos del libro. Lo que impresiona en Las niñas de la terraza es que presenta descarnadamente la doble vertiente de la escritura: práctica secreta de una actividad feliz e imprescindible y al mismo tiempo práctica literalmente siniestra, con un fondo angustioso, del que no se libra nadie, ni el pariente más inocente o lejano.

Mientras leía el cuento, y coincidiendo con una furtiva reaparición de la idea de la necesidad del secreto, me ha venido a la memoria aquella tela oscura en el rostro que separa a un clérigo de sus parroquianos durante toda su vida en El velo negro del ministro, intenso relato de Nathaniel Hawthorne que Ángel Jové me descubriera hace años. Y he recordado al propio Hawthorne en su gabinete: "Aquí estoy en mi cuarto habitual, donde me parece haber estado siempre. Ésta es una pieza embrujada porque miles y miles de visiones han poblado su ámbito, y algunas ahora son visibles al mundo". También el gabinete del monstruo de Las niñas de la terraza es una feliz pieza embrujada, con la particularidad de que las felices visiones que desde allí se difunden al mundo son la peste para los habitantes de la casa.

2 - "Ante la locuacidad del universo, disponer al menos de un secreto personal intransmisible y entenderlo como signo de buena estrella" (Manuel da Cunha, No hay nunca y en ningún sitio tiempo para esa palabra).

3 - Conductas enigmáticas las encontramos en relatos tanto de Hawthorne -su cuento Wakefield es ya un clásico- como en los de su íntimo amigo Melville. En ellos hay personajes que predicen conductas que en el futuro, con la aparición del mundo de Kafka, pasarían a ser kafkianas, y que en nuestros días son más bien moneda corriente porque todo el mundo se ha vuelto precisamente kafkiano. Pero hubo un tiempo, ya casi olvidado, en el que sólo Kafka hablaba así: "Sin antepasados, sin matrimonio, sin descendientes, con fieras ganas de antepasados, de matrimonio, de descendientes. Todos me tienden su mano: antepasados, matrimonio y descendientes, pero demasiado lejos para mí".

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Estas palabras, que hablan de lo que algunos llaman la vida de verdad, me remiten inevitablemente a la última heroína de Los enfermos erróneos, una mujer que a duras penas logra mantener el control de su vida paralela, el control de esa vida que le acompaña incesante desde que nace y que se va nutriendo "de todos los elementos que se descartan en la vida de verdad". Hay puntos en común entre la vida de esa mujer, contada con una imaginación de estirpe hawthorniana, y la del enigmático clérigo de El velo negro del ministro, que también lleva su vida paralela, en este caso detrás de dos pliegues de crespón que le cubren el rostro.

Precisamente ese rostro velado -detrás del cual está un hombre que necesita construir su identidad con un secreto- podría estar en el origen de las enigmáticas conductas de los enfermos erróneos, a quienes el malestar podría haberles llegado por la vía de la herencia genética. Ahí encajarían perfectamente las palabras de Kafka sobre los antepasados y el matrimonio si no fuera porque él ya no es el paradigma de lo kafkiano, sino exactamente lo contrario. En un mundo que se ha vuelto uniforme, los enfermos erróneos, personajes de distinguida conducta enfermiza, se desmarcan de esa tendencia y se inscriben en la rareza de no ser kafkianos, lo que tiene su mérito en un mundo plagado de seres planos, sin secretos.

No es que a ellos, enfermos de sus enfermedades erróneas, no les quieran tender la mano los antepasados, el matrimonio y los descendientes. Pero es un hecho que les tienden esa mano demasiado lejos. Es lo mismo que le sucedía a Kafka, que sabía ver agazapada la enfermedad y dialogaba con ella. Hoy en día, una cosa así sólo saben hacerla los enfermos erróneos. Los otros, los contribuyentes del estado general kafkiano, llevan una vida sana y sin secretos, nada diferenciada, asombrosamente seca.

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