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Episodios de la vida de un hombre ARCADI ESPADA

Empezaba a hablar la otra tarde sobre nacionalismo y periodismo, en un aula de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona, cuando alguien gritó "¡Fascista!" y acto seguido corearon esa voz unos quince. Con discreción miré a un lado y otro de la mesa, pero en la mesa todos mis compañeros me miraban. Como seguían los gritos y aún dudaba de que fuera a mí a quien estaban llamando fascista, tuve la postrera tentación de ir hacia el grupo de muchachos y adherirme para gritar todos juntos contra el cabrón fascista. Pero no podía ser, de ninguna manera, porque el cabrón, ya lo sabía, era yo. Realmente todo era muy, muy confuso. Hacían explotar algunas bombas fétidas -yo las fabricaba de niño con el Cheminova- y luego gritaban "¡Vuestra democracia hiede!" (traducido libremente del catalán), sin atender a la evidencia de que no olía así antes de que ellos entraran. En esa danza estuvieron unos minutos y luego se largaron escupiendo, y yo aproveché para hablar sobre el tema previsto.Por la noche dormí mal. No creo que fuera por ellos, sino más bien por las copas de un gran Hermitage que mi mujer y yo bebimos para cambiar de trago. Puesto en el insomnio y para hacer algo, y dado que tenía las uñas muy crecidas, me fui rascando el brazo con ritmo cada vez más vivo. Estaba tumbado en la cama, con la oreja pegada al brazo y las uñas arriba y abajo. Las uñas acabaron siendo las botas y mi brazo los adoquines, y lo que escuchaba, un siniestro rac-rac, era el ruido de un batallón fascista desfilando. La noche es el reino de muy tétricas ilusiones, pero si yo era capaz de marchar sobre Roma con mis uñas y mi brazo, algo de razón debían de tener los muchachos.

Pensé en mi vida. La primera vez que le grité fascista a alguien fue a don Florencio Caballero Valladares, se deduce que más que hombre, medieval fortaleza. Nos tuvo seis años formando en el patio del Instituto -sin otra dispensa que la lluvia- mientras subía al mástil la bandera roja y gualda, sonaba la Marcha Real y se rezaba la oración de la mañana, a san Fernando, patrón de la juventud española. Todo eso pasó durante seis años y nos pasó por cobardes, pero la lección la aprendí luego y no va con esto. La última vez, coreada, fue en febrero de 1981. Aquella noche llovía y hacía viento y frío, y éramos muy pocos en las calles de Barcelona los que le gritábamos fascista al guardia civil Tejero. El departamento de Estado norteamericano y el nacionalismo catalán habían coincidido en considerar que el golpe era un asunto interno de los españoles.

Entre esa noche despoblada y la otra tarde pasaron algunos años y mientras tanto yo aprendí a restringir el uso del apelativo fascista. Se trata de una de esas palabras demasiado grandes. El vulgo cree que las grandes palabras hacen gran daño, y se equivoca. Cuando las palabras no tienen la medida justa del concepto, ocultan más que evidencian. Por eso es mucho mejor, para el entendimiento de las cosas, llamar nacionalistas o independentistas a los muchachos antes que radicales, extremistas o -justamente- fascistas: al fin y al cabo, de la bandera catalana que estaban ondeando al compás de sus insultos no prendía ningún fascio.

Pero, bueno, el asunto es que me lo habían llamado a mí. Tal vez no les faltaran razones. De las paredes, en el aula, habían colgado carteles con la siguiente sentencia: "El catalán es un dialecto del castellano. Arcadi Espada". Es verdad que cuando, en otro tiempo, alguien decía esa frase yo creía que estaba delante de un fascista. No podía negar, tampoco, que la frase era cierta: ritualmente la pronuncio ante mis alumnos de la Pompeu Fabra cuando quiero ilustrarlos acerca de la relación entre lengua y poder. Luego les añado: "...O el castellano es un dialecto del catalán. Depende de quien mande". Pero ni la frase cabía entera en el cartel, ni se puede ir por el mundo provocando. Sé que esto último es lo que ha querido decir el presidente Jordi Pujol, mirándonos la minifalda: "Es que van provocando... y luego pasa lo que pasa".

Todas esas razones presuntas empalidecen, sin embargo, ante la esencial razón cronológica: está escrito que alguien, en cualquier circunstancia, llegará un día hasta tu frente y te llamará fascista. Te lo llamarán en la oficina, en el aula, o en la cama. Tú quizá estés, como yo, en torno a los cuarenta años, y cuando lo oigas también buscarás al cabrón con la mirada, sin hallarlo. Entonces te sentirás un Villar Palasí o un García-Valdecasas. Al reponerte, copiarás estos versos:

Fue un verano feliz.

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... El último verano de nuestra juventud.

Ahora bien, voy a darte un consejo, ya por viejo: procura siempre que los que te llamen fascista sean un grupo de niñatos subvencionados, que no se pagan la bandera ni las bombas fétidas; unos niñatos eximidos por la autoridad máxima del gobierno: sus lactantes; procura que quien te lo llame sea el poder, aun en su versión de falange y muchachada; fascista serás, pero en la intemperie.

No sabes cómo rejuvenece.

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