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Tribuna
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1939. Versiones para una derrota

Un ejército a las órdenes supremas del general Franco, con tropas de ocupación nutridas por rifeños, italianos, españoles, y voluntarios catalanes entre ellos, descendió de los altos de Pedralbes y avanzó por el llano del Llobregat para tomar Barcelona por las armas un 26 de enero de hace 60 años. Quince días más tarde, las mismas tropas franquistas alcanzaban la frontera francesa. El territorio catalán había sido ocupado por completo en una ofensiva franquista veloz, 50 días en total a contar desde las Navidades del 38, cuando se inició la operación militar conocida como "campaña de Cataluña". A no ser por los muertos, algunas violaciones, diversos fusilamientos sin juicio previo, incautación de bienes, derogación de instituciones y alguna que otra hoguera para brasear libros; a no ser por los cines, garajes y almacenes habilitados como cárceles a causa de las detenciones masivas; a no ser por la molesta imagen de cuerpos despedazados en los reiterados bombardeos franquistas sobre la población civil que huía por las carreteras hacia Francia... (fue precisamente entonces cuando el director de The New York Times cablegrafió a su corresponsal en el bando republicano, Herbert Matthews, con un ruego de color de rosa: por favor, moderación con las descripciones horrendas de esos últimos días, pues la sensibilidad de los lectores estadounidenses se está sintiendo herida, señor.) A no ser por todo ello, decía, la ocupación de Barcelona sería la bonita imagen de reparto de cigarrillos y chocolatinas entre la chiquillada libre del dominio rojo separatista, un alegre revuelo de sotanas brazo en alto y misas caqui en todas las plazas de Cataluña transformadas en plazas de los Ejércitos. Entraron y ocuparon; la población no los recibió del todo mal, estaba harta de guerra y miedo, fue a misa, asaltó almacenes de víveres, intentó sobrevivir. "Una gran tristesa que no s"acabava mai, una tristesa i un fàstic de no sé què i de no sé on, de tot plegat, de tantes cues, de tanta gana, de tanta gent endolada, de tantes desgràcies com tothom explica, de tants misteris que ningú no entén": lo dejó escrito Ramona Via en su relato hiriente, exacto, el mejor (Nit de Reis, 1966). Habían perdido un mundo, algo muy serio porque deja una muesca para siempre. La derrota republicana fue eso: una huella; históricamente quedamos marcados por siempre jamás, incluso los que no existíamos todavía. Nuestra sociedad aún lleva hoy el estigma. Fueron demasiadas derrotas a la vez: de un ejército, de un proyecto político y sus instituciones, de logros sociales igualitarios adquiridos con esfuerzos de décadas, derrota de la vertebración asociativa del país, derrota cultural:desaparecieron todos los nombres de todas las plumas que escribían, las cabezas que pensaban, los maestros que enseñaban, los pintores que soñaban; no quedó, durante años, ni un solo referente de continuidad, debía empezarse casi de cero. Angustioso. Derrota del imaginario popular republicano, y también destrucción del consenso de las fuerzas republicanas sobre la estructuración territorial del Estado español. Algo terrible era eso. Al fin y al cabo, que Manuel Azaña escribiese en su Cuaderno de La Pobleta: "Una persona de mi conocimiento asegura que es una ley de la historia de España la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años", y apostillase: "El sistema de Felipe V era injusto y duro, pero sólido y cómodo. Ha valido para dos siglos", es un hecho que no debiera liquidarse con un merecido reproche hacia el presidente de la República. Esa frase, despectiva y cruel en días en que los habitantes de Barcelona morían o sufrían a causa de los bombardeos durísimos de la aviación franquista, la había escrito el político español que más había bregado a favor de la autonomía catalana, y fue siempre un defensor sincero de ella. El comentario reflejaba la desconfianza de la presidencia y del Gobierno republicano, de Largo primero y de Negrín más tarde, hacia la política y la actitud del Gobierno catalán en la situación creada a partir del 19 de julio de 1936. Esa visión tan negativa de la política catalana de guerra tenía su expresión militar, y afectó al desenlace de la guerra, y a la lectura de la derrota, por supuesto. "Está muy extendida la idea de que Cataluña no ha cooperado en la guerra como debiera. Todo ello puede tener consecuencias muy desagradables", así lo veía el Presidente de la República, y así se lo decía a Comorera y Carles Pi Sunyer. Para ser breves: Cataluña asistía a la guerra como nación neutral, la Generalidad quiere la guerra "lejos de su hermoso país". La mordacidad de Azaña jamás conoció límite, ni en la barbaridad siquiera. Lo que mortificaba al presidente de la República era la coincidencia de los principales partidos políticos catalanes al valorar la contribución de Cataluña al esfuerzo bélico republicano. Era cierta la coincidencia, sí, pero no se sustentó en ningún tipo de retórica patriótica. Una réplica de Joan Comorera a Azaña, en forma de varapalo, sintetiza la versión catalana. Lo que había hecho la Generalidad desde el primer día de la rebelión, por encima de todo, era salvar el Estado en Cataluña. El Estado había desaparecido o estaba en riesgo de desaparecer rápidamente por la forma en que se desarrollaban los acontecimientos. La contribución del Gobierno catalán fue encuadrar un poderoso movimiento social revolucionario -no desarticularlo- en las instituciones ya existentes con contenidos adecuados a la nueva situación y creando otras que el gobierno y las nuevas fuerzas políticas y sociales creían pertinentes. Ello, naturalmente, reclamaba una redistribución del poder. Consolidar la Generalidad era consolidar el Estado. Ese razonamiento nunca fue aceptado ni por la presidencia ni por el Gobierno de la República, que consideraban que lo que había sucedido en Cataluña el 19 de julio era lo mismo que había ocurrido en Cuenca, por poner algo. En el ámbito militar, republicanos y comunistas sostuvieron que el esfuerzo de Cataluña había sido enorme, no sólo en la defensa de Madrid, sino enviando quintas a todos los frentes. Desde Belchite (agosto del 37) el peso de la guerra había recaído casi exclusivamente en Cataluña. Sin embargo, el Estado Mayor republicano decidió efectuar la ofensiva del Ebro. A los dirigentes catalanes no les dolía aquella contribución; el problema era otro: tenían plena conciencia de que si bien Cataluña había contado poco en las estrategias militares del Estado Mayor, ahora, derrotados en el Ebro, cuando en diciembre comenzaba la ofensiva franquista del territorio catalán, la República no movilizaba ningún ejército para defenderlo. ¿Qué había hecho y qué hacía la República por Cataluña? Lo cierto es que las tropas franquistas ocuparon rápidamente Cataluña, prácticamente sin resistencia, sin que la República diese señales de vida. Había dejado desde hacía tiempo el territorio catalán abandonado a su propia suerte, ¿quizá para salvar el Ejército del centro y prolongar el efecto internacional del mito de Madrid resistente?. Eso es lo que se preguntaban dirigentes como Pi Sunyer y Comorera. Tenían razones, fundamentos empíricos para su queja y preocupación, pues el Ejército del centro -que representaba entre el 40% y el 45% de todos los efectivos militares de la República- se mantenía íntegro en sus fuerzas, pero impávido. Lo mismo sucedía con el de Extremadura y Levante, y también con la parte del Ejército de maniobra que había quedado al sur en el momento que los rebeldes habían finalizado el corte territorial alcanzando el mar. Quedaban, pues, cuatro quintas partes del Ejército de la República. Ni se movieron. Pero en el reproche no debiera verse el menor atisbo victimista, en absoluto; más bien manifestaba una preocupación política: ¿era posible participar en la orientación general de las grandes decisiones del Estado español? En febrero del 39 la respuesta era no. Esa conclusión marcó las relaciones del exilio; ¿qué política debía establecerse con los republicanos españoles a propósito de la estructuración del Estado? No siempre para todos estuvo claro ese asunto. Algo más. El curso de la guerra, las tensiones y lo que de ellas derivó, por ejemplo en el aprovisionamiento de la población, crearon una imagen negativa de los dirigentes republicanos -una derrota más, al fin y al cabo- que condicionó extraordinariamente la reconstrucción de la oposición antifranquista en los primeros años de dictadura, pues de los dirigentes históricos dispersos por el exilio no se esperaba nada, invocar su nombre impedía cualquier perspectiva unitaria. Sólo del interior del país podía surgir la oposición real. Mientras tanto, las tropas que el 10 de febrero de 1939 culminaron la ocupación de Cataluña garantizaban el desarrollo del nuevo programa político social que, tres años antes, el general rebelde Emilio Mola había descrito con precisión: "Hay que sembrar el terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensan como nosotros". Y así fue, exactamente. Ni más ni menos.

Ricard Vinyes es historiador.

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